(Este artículo se publicó en la Revista Ciudades de Paz, nº2, del Foro Mundial de Ciudades y Territorios de Paz en abril de 2021.
Dedico, por tanto, este texto a mi México del año 2020, por su generosidad y amor.)
(Todas las imágenes que iluminan esta entrada son obras del colectivo oaxaqueño de gráfica urbana Lapiztola, @lapiztola_oax y la fotografía es obra de Abhay Bharadwaj)
Si bien cada vez somos más conscientes de la indivisibilidad de cada una de las facetas que conforman los derechos humanos, no es menos cierto que el conocimiento de los derechos culturales, especialmente a nivel popular, es sustancialmente menor y que en las próximas décadas abordaremos, no obstante, el reto de su desarrollo pleno.
Pero, ¿qué papel pueden desempeñar los derechos culturales en la construcción de paz y más concretamente de una paz diversa? Si es evidente que sobre las bases de la injusticia social no pueden construirse paces positivas, ¿qué función cumple la protección y promoción de los derechos culturales como elemento estratégico para la paz?
Aunque el derecho a participar en la vida cultural recogido en el Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales suele considerarse como el horizonte de acción a alcanzar, es importante no minimizar ni parcializar lo que este derecho supone a un nivel profundo. No hacemos referencia exclusivamente al fundamental acceso a la creación artística ni a su central protección, ni hablamos tampoco únicamente del acceso en igualdad de condiciones al legado del conocimiento y experiencia que nos ha precedido. Lo que está en juego cuando hablamos del derecho a participar en la vida cultural es la construcción del “nosotros” social, la construcción de las respuestas legítimas a la pregunta ¿quiénes somos?, ¿cuál es nuestra identidad?, así como la no menos problemática construcción de las preguntas consideradas “legítimas” (qué puede cuestionarse y transformarse y qué no puede hacerlo) que le dan forma a ese “nosotros”.
(La fotografía de esta obra de Lapiztola fue realizada por Jose Alberto Canseco, conste)
Vemos, por tanto, que junto a otras dimensiones de la exclusión que se refuerzan entre sí, el hecho de no garantizar de modo universal en nuestras sociedades el derecho a participar en la vida cultural supone:
- Legitimar relatos de exclusión social y construcción de identidades sociales excluyentes, posibles generadoras de violencia.
- Menoscabar los derechos colectivos de acceso a la memoria y al patrimonio, sesgados por la ausencia y exclusión de voces significativas y perspectivas plurales.
- Ejercer formas de violencia cultural “por defecto” imponiendo “nosotros sociales” falsamente homogéneos basados en el privilegio de quienes han tenido acceso a los medios y herramientas de construcción de sentido (lenguajes, medios de comunicación, formas legitimadas de expertisse…)
Pero como afirma la filósofa Miranda Fricker existe una dimensión de la injusticia en nuestras sociedades que suele pasar desapercibida y que es un requisito previo para acceder al “derecho a la voz”, al derecho a la participación plena en la construcción de sentido del que habla el derecho a participar en la vida cultural: el hecho de ser personas reconocidas como sujeto de conocimiento.
La verdadera potencialidad transformadora de los derechos culturales residiría aquí: ¿quiénes son inexistentes en nuestro “nosotros”?, ¿a quiénes no se pregunta nunca?, ¿qué experiencias del mundo son consideradas inválidas o impropias?, ¿a quién no se escucha por norma y está excluido de “nuestra identidad”?
El ámbito de la construcción de paz, especialmente en escenarios de post-conflicto y articulación de procesos memoriales, ha sido tradicionalmente un espacio privilegiado para la reflexión común sobre esta forma de injusticia, la injusticia epistémica. Qué testimonios de violencia eran legitimados y cuáles quedaban en sombra, qué colectivos accedían a medidas de reparación económica o simbólica y quienes seguían soportando las consecuencias de la impunidad, qué o quiénes accedían a la monumentalidad memorial o al reconocimiento de duelo de país y quiénes no.
La obra “Injusticia epistémica” (Herder editorial, 2017, Barcelona) de Miranda Fricker aporta nueva luz sobre la centralidad que juegan las políticas culturales desde una perspectiva de derechos humanos y construcción de paz para construir sociedades que entiendan la paz diversa, la paz como una polifonía, comprendiendo que sin respeto a la diversidad perpetuamos formas muy arraigadas de violencia.
Así, Miranda Fricker ha puesto el foco sobre dos formas centrales de injusticia, dentro de la esfera de los derechos culturales:
- La injusticia testimonial que “se produce cuando los prejuicios llevan a un oyente a otorgar a las palabras de un hablante un grado de credibilidad disminuido”, es decir “aquella en la que se causa un mal a alguien en su capacidad para aportar conocimiento”.
- La injusticia hermenéutica que “se produce en una fase anterior, cuando una brecha en los recursos de interpretación colectivos sitúa a alguien en una desventaja injusta en lo relativo a la comprensión de sus experiencias sociales”, es decir “aquella en la que se causa un mal a alguien en su capacidad como sujeto de compresión social”, en el acceso al derecho a ser comprendidos.
(Esta obra fue realizada por el Colectivo Lapiztola junto al Colectivo 3B de Los Ángeles en denuncia de la separación de los niños y niñas migrantes de sus familias en la frontera con EEUU)
Lo que nos está mostrando Miranda Fricker es el hecho de que la protección o desprotección de los derechos culturales en nuestras sociedades contribuyen a configurar lo que ha denominado “economía de la credibilidad”, el sistema por el cual se construye lo relevante, lo existente, lo que se tiene en cuenta. Como afirma “toda injusticia epistémica lesiona a alguien en su condición de sujeto de conocimiento, y por tanto, en una capacidad esencial para la dignidad humana.” Es decir, la protección de los derechos culturales es una medida preventiva ante las formas de violencia centradas en la invisibilización y el silenciamiento.
Por tanto, no convendría minimizar la realidad de la marginación hermenéutica en nuestras sociedades como una de las raíces de la violencia, el acceso desigual a las prácticas a través de las cuales generamos significados sociales (como viene señalando desde hace años el filósofo Fernando Broncano, recientemente recogido también en su obra «Conocimiento expropiado. Epistemología política en una democracia radical» y a quien la que escribe debe el conocimiento de la obra de Miranda Fricker, conste). Como sostiene Fricker, “socavar la fiabilidad epistémica es un nutriente importante de la ideología del odio” y se realiza de modo cotidiano a través de fórmulas de apropiación, luz de gas e invisibilización de la autoría de ideas (en nuestras sociedades ¿quiénes se llevan los méritos?), así como del refuerzo de marcos que construyen la pérdida de confianza en la propia opinión y experiencia de las cosas, así como en la pérdida de confianza en las propias capacidades interpretativas e intelectuales.
Se trataría por tanto de construir socialmente entornos que hiciesen posible la valentía intelectual:
- La capacidad de examinar creencias sostenidas popularmente y generar alternativas, nuevas posibilidades.
- El refuerzo de la perseverancia ante la oposición grupal.
- La determinación para hacerse oír frente a la manipulación del silencio.
De modo que es necesario reforzar y llevar al centro de la agenda pública la importancia de la protección de los derechos culturales para la construcción de sociedades de paz diversa en base a tres ejes:
- Su carácter preventivo: por su refuerzo de la inclusión social y la articulación de identidades sociales plurales y diversas.
- Su carácter constructor: especialmente en escenarios de post-conflicto y procesos memoriales, desactivando raíces futuras de revancha o “culminación de tareas no resueltas” al incorporar en nuestro reconocimiento de país todos los duelos, todas las vidas que importan.
- Su carácter profundizador: creando democracias con cimientos más firmes que encuentran en el respeto a todas las dimensiones de la diversidad la respuesta a las derivas extremistas y autoritarias.
Consideremos entonces, a la luz de las aportaciones de la filósofa Miranda Fricker, la protección de los derechos culturales como un camino de futuro para explorar en las próximas décadas la potencialidad de la paz diversa.