Input for the Working Group´s Report on development finance institutions and human rights-United Nations Human Rights, Office of the High Commissioner

 

 

 

 

Muy contenta de que el Grupo de Trabajo sobre Empresas y Derechos Humanos de Naciones Unidas haya tenido en cuenta mi aportación para el Informe sobre Instituciones financieras de desarrollo y derechos humanos que se presentará ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en el mes de junio de este año.

He tratado de explorar su impacto sobre los colectivos en situación de mayor vulnerabilidad y en riesgo de pobreza, así como he tratado de alertar sobre el impacto de las instituciones financieras de desarrollo y de inversión sobre la protección de los derechos culturales.

He tratado de incidir sobre la importancia de incorporar de forma OBLIGATORIA el Enfoque basado en derechos humanos en toda la actividad empresarial y de inversión y la mirada especializada sobre la dimensión CULTURAL del desarrollo.

De nuevo, muchas gracias al Alto Comisionado de Derechos Humanos.

Por si lo quieres leer, te lo dejo por aquí: Development finance institutions and human rights

Derechos culturales y disidencia cultural

(Maruja Mallo, mi pintora-país)

 

“Soy todas las personas libres del mundo juntas.”

Emel Mathlouthi

 

“Disidir: separarse de la común doctrina, creencia o conducta.”

Diccionario de la Real Academia Española

 

Contaba Maruja Mallo que, un día, mientras iba en su bicicleta al instituto de Arévalo en el que daba clase, la rueda delantera tropezó con una enorme piedra del camino, desviando su bici a su pesar hasta la mismísima entrada de la iglesia. Contaba Maruja también que, al no poder frenar, siguió pedaleando por el pasillo central hasta el altar mayor justo cuando sonaban las campanillas de la consagración, por lo que las beatas de Castilla al verla pasar, en lugar de asustarse, “creyeron ver en mí a un ángel de Fra Angelico”.

Recordaba insistentemente esta anécdota que siempre me hace sonreír al leer el último informe de la Relatora de Derechos Culturales “Universalidad, diversidad cultural y derechos culturales” en el que ha cobrado un nuevo protagonismo el derecho a la protección de las disidencias.

Junto al llamamiento urgente para no perder de vista que la universalidad de los derechos humanos está vinculada a la intrínseca dignidad humana y no a la homogeneidad, atendiendo al hecho de que “los ataques a la universalidad de los derechos humanos suelen proceder de los más poderosos que desean destruir un instrumento empleado para corregir las diferencias de poder” (en la sabiduría de Twitter alguien lo expresó como «los derechos humanos no son una meritocracia») y que “la universalidad de los derechos humanos es un importante proyecto cultural en sí mismo”, con motivo de la celebración del 70 aniversario de la Declaración, se vuelve a insistir sobre la interdependencia de los derechos culturales respecto a los demás derechos, en cuanto protegen la expresión de “la propia humanidad, la propia visión del mundo y el significado que dan a la existencia humana y al desarrollo” a través de la protección de diferentes valores, creencias, convicciones, lenguas, conocimientos, artes, instituciones, formas de vida. Por lo tanto, recoge una vez más este último informe, “la defensa de la diversidad cultural es un imperativo ético, inseparable del respeto de la dignidad de la persona humana”.

Más allá del marco del debate en el que se integra este nuevo documento internacional me interesan tres nuevas cuestiones que aparecen ahora: la importancia de los horizontes aspiracionales para la protección de los derechos humanos (¿qué desean nuestras sociedades, a qué aspiran?, ¿esas aspiraciones son compatibles con la ampliación de derechos?, si no lo son, ¿en qué se enraízan esas aspiraciones contrarias a la protección de la humanidad común?), la claridad con la que se señala el trabajo sobre los obstáculos actitudinales como una prioridad para el presente (no sólo sobre los estereotipos sino sobre el desmantelamiento de la internalización de la opresión, o tal y como lo decía más bonito Eduardo Galeano “los esclavos que se miran a sí mismos con los ojos del amo” o Erving Goffman «el estigmatizado se abstendrá voluntariamente de reclamar una aceptación más allá de los límites que los normales consideran cómodos») pero sobre todo lo demás, el llamamiento a la protección de las disidencias:

 

“Todos los países deberían contar con disposiciones y mecanismos para proteger a quienes decidan apartarse de determinados marcos culturales y religiosos, como las personas no religiosas, contra las agresiones físicas, las amenazas y la incitación al odio y la violencia de cualquier persona o grupo, incluidos los miembros de su familia.”

 

“El hecho de que una persona se desvincule de un colectivo porque no comparte su interpretación de la cultura no la priva de su derecho cultural a seguir haciendo referencia a esos recursos culturales y a formular interpretaciones alternativas.”

 

 

Recordando la facilidad con la que nos hemos entregado en décadas pasadas a implementar procesos de asimilación forzada sobre pueblos indígenas, minorías y en todos los procesos coloniales que en el mundo han sido, así como ante el aumento de la polarización social, el auge de las conductas fundamentalistas y extremistas y el rebrote de actitudes de inspiración fascista, se pone el foco de atención sobre el derecho a “modificar la elección de referencias a lo largo de la vida”, “el derecho a no participar en determinadas tradiciones, costumbres y prácticas, en particular las que no respetan la dignidad y los derechos humanos”, “el derecho a desvincularse de una interpretación de valores o creencias y a dejar de pertenecer a un grupo”, es decir, nos llega una invitación urgente a articular procesos educativos y culturales que alienten la autonomía, el pensamiento crítico, la resistencia a la presión grupal, así como a articular medidas de  protección práctica y eficaz de las personas disidentes, en particular, (tomo como ejemplo a la Iniciativa Mesoamericana de Derechos Humanos), los procesos de señalamiento, difamación y criminalización así como la amplia gama de estrategias de acoso (desde las pasivas basadas en aislamiento y ostracismo hasta el asesinato y la desaparición forzada).

De modo que se nos lanza profesionalmente un guante tanto para reflexionar como para construir estrategias y espacios seguros para “dejar de pertenecer” (aquí un ejemplo interesante y pedagógico a través de las dificultades que encuentran las mujeres para dejar atrás la comunidad jaredí) , para crear sociedades que abracen a quienes “cuestionan las normas e interpretaciones o deciden abandonar un grupo con el que ya no se identifican”, estableciendo como una recomendación internacional el hecho de “reconocer y respetar la disidencia cultural y el sincretismo y los derechos a reinterpretar y recrear culturales”.

Me resulta interesante esta invitación a bucear y reconocer en cada una de nuestras culturas nuestras propias genealogías y ejemplos de autonomía y resistencia a la presión grupal, así como las posibilidades dinámicas y absolutamente prácticas que abre la protección de la disidencia cultural. A lo mejor, quién sabe, logramos impulsar un mundo de Marujas Mallo en bicicleta.

Identidades como núcleo urgente de reflexión

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Son distintas las voces que, desde un profundo compromiso intelectual, y ante la creciente seducción del autoritarismo a nivel internacional, están apuntando desde diferentes tradiciones y disciplinas hacia la urgente aunque sosegada reflexión sobre las identidades que debería estar dándose en el seno del pensamiento progresista ampliamente entendido si quiere verdaderamente construir una alternativa real ante la crudeza del actual giro regresivo.

Ya no son sólo las voces necesarias del pensamiento descolonizador, como la de Silvia Rivera Cusicanqui, abogando por el uso de “identificación” frente a identidad, para poner en el centro del debate la utilización política que se está dando de los esencialismos, sino también voces críticas europeas que llevan nuestra atención hacia la misma dirección. Es el caso, por ejemplo, de la psicoanalista Julia Kristeva alertando sobre la torpeza que ha supuesto para la construcción de una alternativa progresista europea y su identidad, la incomprensión de las posibilidades del diálogo desde la izquierda con el humanismo cristiano europeo y la cesión de todo el campo simbólico de la espiritualidad y sus valores a las derechas continentales. También, más recientemente la filósofa Judith Butler o desde la tradición socialista Owen Jones han encendido las alarmas ante la posibilidad, frente al éxito del Brexit o la victoria de Trump, de un repliegue irreflexivo y reactivo de la izquierda hacia los discursos de “identidad trabajadora” y pivotaje exclusivo sobre clase social que desprotejan por torpeza a las minorías y cedan posiciones en conquistas sociales que, no lo olvidemos, tienen un claro carácter universalista.

Al hilo de todo ello, compartiendo el fuerte impacto emocional que suponen tanto el ascenso del fascismo europeo como del suprematismo blanco en EEUU, recupero para la reflexión algunas de las aportaciones que realizó Amartya Sen en su libro “Identidad y violencia. La ilusión del destino” junto a la necesidad de incorporar al debate una mayor atención sobre nuestras definiciones de exclusión y pertenencia.

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En un destello de acidez, Sen afirmaba: “Un enfoque singularista puede ser una buena forma de malinterpretar a casi todos los individuos del mundo”. Resumía así una de las ideas centrales de su obra: el hecho de estar conformados por identidades plurales frente a las que, nunca al margen de cada contexto particular, nos vemos enfrentados a decidir acerca de la importancia y prioridad que queremos darle a cada una. Desde esta posición que hacía central la noción de elección personal frente a nuestras identidades diversas, remarcaba el hecho de que renunciar a ejercer esta elección nos coloca precisamente donde el Estado y los miembros dominantes de una sociedad dada han decidido, para la perpetuación de sus propios privilegios, colocarnos.

No sólo apunta Sen a la necesidad de oponerse a la atribución de rasgos denigrantes, sino que apunta claramente a que observemos cómo la degradación de un colectivo incluye “tanto la tergiversación descriptiva, como la ilusión de una identidad singular que otros deben atribuir a la persona que ha de envilecerse.” Apunta así a un foco de resistencia elemental, vinculado, entre otras dimensiones, a la pelea por la definición del dentro/fuera grupal y el uso del lenguaje (esta resistencia en España, por ejemplo, se identifica en la campaña “Yo no soy trapacero” del pueblo gitano frente a la RAE).

Amartya Sen propone así, frente al reduccionismo identitario, la decisión sobre la relevancia que queremos otorgarle a nuestras identidades así como su prioridad en función de nuestros contextos. Es curioso (y apunta hacia una dirección común) que esta misma reflexión, más “táctica” sobre las prioridades identitarias que queremos activar en cada contexto, se lea también en algunos encuentros de feminismos zapatistas tal y como recoge Sylvia Marcos en “Mujeres, indígenas, rebeldes, zapatistas”.

Recalcaba así Sen, centrándose en el error fatal que ha supuesto la falsa atribución de las ideas democráticas como “propiedad de Occidente” y contestando con vehemencia el paradigma de “choque de civilizaciones” basado en identidades singulares (y más que singulares, estrictamente religiosas) postulado por Huntigton –y del que aún hoy sufrimos las consecuencias- , el hecho de que “la imposición de una identidad supuestamente única es a menudo un componente básico del arte marcial que fomenta el enfrentamiento sectario” y que “la descolonización de la mente exige un alejamiento firme de la tentación por las identidades y las prioridades únicas.”

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Apuntaba antes a la necesidad de profundizar sobre nuestras definiciones de pertenencia y exclusión, ya que, junto a la línea de acción marcada por Sen (y con sus claras prioridades políticas internacionales adjuntas como el freno del comercio de armas, las condiciones de acceso de los países empobrecidos al comercio mundial, la elaboración de nuevas leyes de patentes que pongan la justicia social por delante de los intereses de la industria), los acontecimientos políticos recientes nos obligan a incorporar, superando la confianza racionalista e ilustrada que se sobreentiende en Sen, la dimensión emocional y sentida en los procesos sociales de construcción de pertenencia (evidentemente, dimensión a la que apunta el debate, más allá de ruidos, sobre la urgencia de construir un populismo de izquierda que frene la utilización y usurpación que las opciones autoritarias están haciendo del dolor emocional no respondido).

Existe un trabajo fecundo en el campo de la construcción de paz y en los enfoques terapéuticos sistémicos que se han planteado en escenarios post-conflicto que deberíamos incorporar a esta urgente reflexión sobre las identidades, dada la profundidad de su conocimiento sobre los efectos de la exclusión y el enfrentamiento identitario, que nos permitirían conocer con mayor detalle cómo afrontar el reto de construir socialmente un mayor sentimiento de seguridad, pertenencia y dignidad eludiendo construcciones reactivas que encuentren estas respuestas emocionales socialmente demandadas en apuestas autoritarias y excluyentes. Este campo de conocimiento no está siendo tenido en cuenta como un aporte valioso para la situación actual y en su trabajo sobre el trauma social podría aportar luz sobre estrategias para ampliar la inclusión en nuestras sociedades ante los riesgos que tiene para nuestras democracias la desigualdad creciente.

 

En el décimo aniversario de la Carta Cultural Iberoamericana

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“La cultura como instrumento, cada vez más poderoso, de dignificación

de los ciudadanos y de diálogo entre los pueblos.”

(Preámbulo de la Carta Cultural Iberoamericana)

Ha querido la casualidad que el décimo aniversario de la Carta Cultural Iberoamericana venga a coincidir con las elecciones estadounidenses en las que la relación con la comunidad hispana ha estado en el centro de la polémica y en las que, además, el peso del voto hispano va a resultar la llave definitiva para entrar en la Casa Blanca. No en vano, hay 12 millones de votantes procedentes del espacio iberoamericano llamados a votar este martes 8 de noviembre y son más de 40 millones de latinoamericanos (casi el 12% de su población) los residentes en EEUU.

Aprovechemos esta coincidencia para reflexionar sobre la actualidad y el desarrollo de los compromisos de la Carta, llamada al fortalecimiento del espacio cultural iberoamericano y celebración de su propia diversidad cultural y lingüística.

Si bien el avance más visible en materia de políticas culturales tras la aprobación de la Carta  ha estado centrado en la protección de la diversidad y en el paulatino avance (con todas las dificultades y tensiones que genera esta dimensión dentro del actual sistema económico) en el reconocimiento de las culturas tradicionales, indígenas, de afrodescendientes y de poblaciones migrantes (muchas veces, reconozcamos la deriva, vinculado al desarrollo turístico), también hay que reconocer  la creciente consolidación del marco discursivo de los derechos culturales. Quiero detenerme, no obstante, en uno de los elementos diferenciales de la Carta iberoamericana respecto a otros documentos culturales internacionales y en los que se suele incidir poco.

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Se trata, junto a las reflexiones sobre la necesaria defensa de la soberanía nacional y cultural en el espacio iberoamericano, del papel protagónico que se le otorga a la economía solidaria en el ámbito cultural. Partiendo del reconocimiento de que “el proceso de mundialización parte de profundas inequidades y asimetrías y se desarrolla en un contexto de dinámicas hegemónicas y contrahegemónicas”, es interesante no perder de vista la importancia central que se le otorga a la cultura en la lucha contra la desigualdad económica.

Entre los hechos diferenciales que aporta el compromiso iberoamericano en la esfera internacional se encuentra la apuesta directa por un nuevo modelo económico que privilegie a las pequeñas y medianas empresas y a los agentes culturales individuales, profundamente vinculados a sus territorios, mundos simbólicos y comunidades, frente a la gran industria cultural y creativa transnacional. De igual manera no se entiende la implementación de una política cultural que no esté imbricada en un compromiso con la cultura de la sustentabilidad, es decir aquella que promueva una economía ecológica y solidaria que tome en consideración los límites del crecimiento. Es interesante el posicionamiento que realiza el espacio iberoamericano subrayando la relación de la diversidad cultural con modelos de relación integrales con el contexto natural, sin que puedan darse medidas de protección a la cultura deslindadas de la reflexión territorial y de acceso a los recursos naturales. Se redimensionan así también las políticas de protección ambiental, mostrando la transversalidad que ha de tener la cultura para una implementación eficaz de las mismas.

Desde la reflexión sobre la inserción asimétrica en la economía moderna que han tenido los pequeños y medianos actores culturales del espacio iberoamericano, es interesante también el impulso que se ha dado en la creación de cuentas satélites en las economías nacionales de la región, sistemas de información económica sobre la cultura, su peso específico sobre el PIB y en general un mayor conocimiento sobre las aportaciones que realiza el sector cultural para la consecución de los objetivos de desarrollo sustentable, que permite no sólo una toma de decisiones más informada sino la socialización del propio diseño de las políticas culturales. ¿Se está respetando el compromiso del 1% del presupuesto nacional para la cultura planteado en la Agenda 21?, ¿qué partidas se dedican a la consolidación de la educación artística?, ¿se está apostando por un modelo de cultura pública o primando la participación, a través de la responsabilidad social corporativa, del mecenazgo privado?

Sin duda, la apuesta realizada por la economía solidaria y en general por el diálogo del sector cultural con nuevos modelos económicos que tengan en cuenta los triples balances (social, económico y ambiental), así como el compromiso de la cultura en la lucha contra la desigualdad creciente en las sociedades del espacio iberoamericano, serán dos de las líneas de trabajo más urgentes de los próximos años.

 

Soberanías culturales del Sur y democracia

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Artículo escrito para -y en diálogo con- la Red de participación y articulación del sector cultural boliviano Telartes

Publicado en Grito Cultural nº7 2017

“Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo.”

(Audre Lorde)

 

Cuando nos enfrentamos a la tarea colectiva de impulsar, desde nuestros respectivos países, en este amplio Sur Global en el que también se encuentra España y la Europa mediterránea, políticas culturales transformadoras que nos permitan incidir en la profundización democrática y la universalización del respeto a los derechos humanos, no podemos obviar ni por un instante que históricamente nos estamos enfrentando al triunfo del paradigma neoliberal a nivel internacional y que nuestras acciones se inscriben también y a nuestro pesar en este sistema social omnipresente que atraviesa cual hilos invisibles atando a Gulliver en la playa todas las dimensiones de nuestra vida cotidiana.

Abordo a quemarropa esta cuestión, dado que es en la invisibilidad de los mecanismos de dominación del capitalismo tardío donde reside la clave de su éxito y en la estetización y maridaje con determinadas prácticas culturales donde encuentra el disfraz de deseo perfecto para hacer olvidar la desigualdad estructural sobre la que se mantiene.

Junto al diálogo y las demandas sectoriales de los diferentes colectivos artísticos y la más que urgente protección laboral de la cultura, lo que está en juego en estos momentos es nuestra propia soberanía cultural, no sólo entendida como el patrimonio creativo colectivo acumulado a través del tiempo y del cual somos herederos, sino como eje fundamental para poder hablar de verdadera democracia.

Me detendré, por tanto, a través de este artículo, situada como estoy en el tiempo en este momento de crisis de identidad europea y en el espacio en la España rural y despoblada de este Sur, en algunos de los escenarios en los que la soberanía cultural se muestra con mayor claridad en juego.

 

Epistemicidio rural

Si bien el concepto de epistemicidio se ha abierto paso con fuerza especialmente a través de la denuncia e investigación del epistemicidio indígena latinoamericano, en España aún no hemos descubierto la potencialidad transformadora que incorporar esta sensibilidad podría tener en el diseño de nuestras políticas culturales.

Frente a la definición habitual centrada en la destrucción de saberes propios de los pueblos causada por el colonialismo europeo y norteamericano, la más amplia concepción de epistemicidio como “liquidación de formas de apre(he)nder, crear y transmitir conocimientos y saberes comunitarios, especialmente tras el nacimiento y uso del método científico como el único validador por parte de las clases dominantes” nos permitiría por fin nombrar dinámicas ocultas.

Desde este marco de reflexión que pone en el centro la crítica al conocimiento hegemónico y hace visibles las relaciones de poder involucradas (¿qué conocimientos viven en los márgenes?, ¿qué se escucha?, ¿qué y quiénes tienen el derecho a ser mirados?, ¿cómo se construye socialmente la respetabilidad y el reconocimiento cultural?) podríamos avanzar en el reconocimiento de perspectivas epistémicas y herencias culturales subalternas en España.

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En primer lugar, poniendo en el centro del debate el epistemicidio rural y la desaparición acelerada del acervo cultural de nuestros pueblos, ante las prácticas crecientes de “parque-tematización uniforme” de la ruralidad europea. Ello nos permitiría también abordar la presión de los modelos agro-industriales transnacionales que a través de sus lobbies y con la herramienta eficaz de los tratados de libre comercio que veremos después, ponen en riesgo la herencia afectivo-cultural hacia paisajes y territorios. Modelo agro-industrial que está encontrando en la despoblación rural que azota nuestro continente una oportunidad sin precedentes para la apropiación de esta gran “materia prima” que es la tierra, sin tener que soportar presión alguna por parte de la población (envejecida o inexistente) que haga valer la defensa de sus derechos. Este epistemicidio rural podría señalarse entonces como una faceta más de la violencia del neoliberalismo y como condición sine qua non de su tentacular asentamiento territorial. Podríamos abordar así la invisibilización de las culturas rurales frente al modelo urbano y clarificar la centralidad que tiene el desarraigo como forma de dominación en el actual sistema económico. Este hilo en la madeja nos llevaría a redimensionar las relaciones entre cultura y territorios, creando modelos más eficaces a la hora de responder al hegemónico avance del “marketing-marca territorial”.

Identidades frente a identidad

Siguiendo las líneas de trabajo que ya ha abierto América Latina en esta denuncia del epistemicidio y el reconocimiento a la diversidad de sus herencias culturales, desde España quizá, al mirarnos en su espejo, tendríamos que plantearnos por qué concebimos que las Declaraciones Internacionales de la UNESCO no nos interpelan como país. De entrada, tendríamos que afrontar nuestra asunción acrítica de la “identidad española” legada por la dictadura franquista y que dejó fuera (junto a las identidades territoriales) elementos importantes de nuestra herencia. A saber: la tradición judía, la morisca, la indígena esclavizada en territorio español, la afrodescendiente y la cultura romaní. Aún son muy pocos los estudios y las voces críticas en esta dirección y el mecanismo de ridiculización de estas demandas opera con fuerza. La “Ley de concesión de nacionalidad a sefardíes originarios de España” ha pasado sin pena ni gloria y hemos desaprovechado un momento importante para hacer mayor incidencia política sobre el reconocimiento a la diversidad que está siendo, una vez más, mercantilizada y desideologizada. Como muestra de esto último valgan, por ejemplo la creación de la red turística de ciudades “Sefarad” o la folklorización remota (es pasado, no presente) de la diversidad.

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Transmisión generacional y comunidad

El papel que la transmisión generacional ha jugado y juega en muchas de las prácticas artísticas de la cultura popular, especialmente en las que suelen encuadrarse en el campo de la artesanía, debería hacernos reflexionar sobre qué tipo de ecosistemas crearía un modelo en el que dicha transmisión desapareciese.  No podemos obviar que el epistemicidio tiene rostro de mujer y que en la desaparición de estos conocimientos comunitarios, tradiciones, cosmovisiones y modos de transmisión basados en la oralidad y la experiencia hay una pérdida irrecuperable, a mayores, del conocimiento que nuestras madres y abuelas legaron al mundo.

El triunfo global de un modelo cultural individualizado que parte siempre desde cero sin reconocer lo anterior es, entre otras cosas, un modelo desempoderador y que pone en riesgo nuestro patrimonio. En dichos procesos de transmisión y aprendizaje no sólo se pone la atención sobre el “qué”, sino que entran en juego los “cómo” y el vínculo es en sí vehículo de creación. Este papel de la comunidad como entorno de aprendizaje debería ser tenido en cuenta tanto en el nivel discursivo como práctico de los programas de profesionalización de la gestión cultural. El neoliberalismo va adscrito a un modelo y praxis cultural que tiene como elementos centrales la individualización y la conversión de las relaciones sociales en relaciones de mercado. Sería importante para defender nuestra propia soberanía cultural, plantearnos al menos qué diálogos posibles podrían establecerse desde la cultura con las “economías otras” o cómo establecer mecanismos de protección laboral más eficaces, que defiendan a los trabajadores culturales de un modelo que los atomiza, fragiliza y sobrecarga.

De igual manera deberíamos estar atentos a los procesos de usurpación, explotación y apropiación de creaciones comunitarias por parte de la industria, que no sólo descontextualizan las mismas, sino que niegan su origen  y laminan la profundidad simbólica de las prácticas y objetos artísticos.

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Soberanía cultural y Tratados de Libre Comercio

Sin lugar a dudas, es en el terreno de los Tratados de Libre Comercio internacionales donde, a día de hoy, se está librando la batalla más importante en la defensa de la soberanía cultural. Si con la llegada del NAFTA a principios de los años 90, empezamos a vislumbrar la articulación del poder económico supranacional frente a la soberanía de los pueblos, asistiendo también al nacimiento del altermundismo como respuesta, a día de hoy nos enfrentamos a la sofisticación y oscurantismo extremos en la redacción y negociación de estos Tratados.

La generalización en la aplicación de los mecanismos ISDS, esos tribunales privados de resolución de conflictos entre inversionistas y estados, por los cuales los países no pueden reformar sus legislaciones nacionales fuera del corsé de los tratados, sin correr el riesgo de sufrir graves sanciones económicas, deberían llevarnos a una mayor movilización en la defensa de nuestra soberanía.

Junto a los ISDS, los mecanismos de certificación que llevan incorporados siguen beneficiando los intereses comerciales de los EEUU, garantizando que puedan suspender (ellos sí) el cumplimiento del acuerdo unilateralmente. Es importante recalcar que la dominación que ejerce esta faceta del “libre comercio internacional” no es (sólo) geográfica: asistimos al triunfo de los intereses de una élite económica mundial, que en la financiarización de la economía, ha logrado imponer como sentido común las “democracias sin pueblo” y la política como “gestión técnica”.

La movilización ante los tratados de libre comercio desde el sector cultural ha tomado matices distintos en América Latina y el Sur de Europa. Mientras en la movilización contra el TPP, el Tratado Transpacífico de Cooperación económica promovido por Estados Unidos en el que están incluidos México, Perú y Chile junto a Japón, Australia, Nueva Zelanda, Malasia, Brunei, Singapur, Vietnam y Canadá, ha tenido un carácter central la defensa de la soberanía cultural y los efectos del Tratado sobre la legislación de derechos de autor y patentes, en Europa esta temática sigue teniendo un carácter secundario en las movilizaciones contra el CETA y el TTIP.

Especialmente relevante, visto desde España, ha sido el trabajo de la organización chilena Derechos Digitales socializando la denuncia de que el aumento del plazo de protección de derechos de autor, desde su muerte hasta los 70 años posteriores (¡100 en México!), es lesivo para el dominio público e impide el acceso al conocimiento y la cultura de los pueblos y beneficia el modelo de gran industria cultural frente al agente medio y pequeño. El hecho de hacer bandera de un modo protagónico de las materias de propiedad intelectual e internet mostrando cómo en la firma de estos tratados de libre comercio se dejan sistemáticamente fuera las recomendaciones de foros internacionales de corte más democrático como la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) o los Foros de Gobernanza de Internet, representa un hecho diferencial frente a Europa.

Si la UNESCO en el año 2005 adoptaba la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales, recogiendo de algún modo la herencia de la lucha por el reconocimiento de la excepción cultural abanderada por Francia ante la OMC en la década anterior, no podemos olvidar que fue precisamente EEUU uno de los países que votó en contra de la misma. Entre los principales temores del sector cultural europeo se encuentra la pérdida de medidas de protección clásicas como la propia excepción cultural audiovisual o los servicios públicos en materia de cultura y radiotelevisión. En esta misma línea, existe preocupación respecto a la protección de la diversidad lingüística europea o el mantenimiento de las denominaciones de origen e indicaciones geográficas gastronómicas, claves en la política agraria europea y sin embargo, un límite obvio para la entrada masiva de los productos de la agroindustria estadounidense.

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Es en este escenario en el que, desde las políticas culturales, nos estamos desenvolviendo hoy y que exigen de nosotros, también desde la cultura, un mayor compromiso con la democratización económica. La propia conciencia del sector cultural, no sólo como “un porcentaje del PIB” sino como defensor y garante de los derechos culturales de un país, será clave para el fortalecimiento de nuestras soberanías culturales frente a la presión de organismos internacionales no sometidos a garantías democráticas.

Más allá del milenio: la cultura pendiente en los objetivos de desarrollo sostenible

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Entre los efectos secundarios del intenso ciclo electoral que atraviesa España en los dos últimos años se encuentra el hecho de que importantes debates a nivel internacional, que requerían más pausa y profundidad en la argumentación de la que permitía la feroz actualidad, hayan pasado prácticamente desapercibidos para la opinión pública. Es el caso tanto de la evaluación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio como de la nueva formulación de las prioridades de desarrollo para el periodo 2015-2030, los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

Si bien ya hubo numerosas voces críticas que señalaron el profundo error que supuso la ausencia de la cultura como un objetivo clave dentro de los Objetivos de desarrollo del milenio (especialmente en lo relativo a las necesidades de grupos minoritarios y las comunidades indígenas), no es menos cierto que dicha ausencia provocó como respuesta un incuestionable trabajo de investigación, desarrollo de indicadores, profundización en conceptos y debates sectoriales dentro del campo de la cooperación cultural para tratar de paliar dicha exclusión. La necesidad de hacer sentido común del hecho de que no puede haber desarrollo si se excluye la cultura del mismo, considerada como su cuarto pilar, así como cambiar el paradigma y hablar de la cultura en términos de derechos culturales y sostenibilidad, han sido algunos de los ejes de trabajo internacionales más importantes hasta el 2015.

Sin embargo, a pesar de un ejercicio de coordinación sin precedentes desde el 2014 entre las redes internacionales de cultura, su propuesta “El futuro que queremos incluye a la cultura” y todo el trabajo comunicativo y operativo alrededor de la inclusión del objetivo “Garantizar la sostenibilidad de la cultura para el bienestar de todos”, en el documento aprobado por la ONU en Nueva York el pasado septiembre, una vez más, la cultura se ha quedado fuera de los 17 objetivos de los ODS. ¿Una cuestión menor? En absoluto, son dichos objetivos los que determinarán la dirección del gasto de los próximos 15 años tanto de los gobiernos, como de los principales organismos internacionales. Como bien sabemos, cuando la cultura “se da por hecho”, “es transversal” y “evidentemente está implícita” supone que aún no se ha comprendido la indivisibilidad de los derechos humanos de los que los derechos culturales forman parte.

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Alfons Martinell ya ha hecho un análisis minucioso sobre los motivos por los cuales se ha dejado fuera de los ODS a la cultura. Me interesa, no obstante, más allá del importante marco de lectura de la cooperación norte-sur y sur-sur, el impacto que esta exclusión tiene sobre la agenda política internacional y los retos actuales sobre identidad y política.

A nadie se nos escapa que las identidades culturales están siendo uno de los vectores clave en gran parte de los conflictos internacionales, así como también es obvio que los conflictos económicos y de poder y el aumento alarmante de los índices de desigualdad se plasman en el ámbito cultural. Valgan como ejemplos las presiones de las multinacionales extractivas hacia las poblaciones indígenas y sus recursos en América Latina o la primera sentencia de la Corte Internacional ante el juicio de Al Mahdi, condenado por crímenes de guerra por la destrucción sistemática del patrimonio de Mali.

Sin embargo, Europa tampoco puede permitirse otros quince años en los que no se haga un esfuerzo común por situar como centro de sus políticas culturales la garantía de los derechos culturales, que no han de verse sólo como un área de trabajo de la cooperación internacional, sino como un elemento vertebrador de todos los niveles administrativos y de desarrollo, local y rural especialmente.

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Europa necesita hacer suyo el objetivo “Garantizar la sostenibilidad de la cultura para el bienestar de todos” en dos campos:

  • En el de la gestión cultural pública, ante el progresivo desmantelamiento en toda Europa de la cultura entendida como servicio público (sin duda por el colapso continental de la socialdemocracia) y la consolidación de modelos centrados en la espectacularización, la esponsorización y la progresiva privatización de bienes y servicios culturales en detrimento de los derechos de participación en la vida cultural recogidos en todas las legislaciones nacionales e internacionales, Carta de Derechos Humanos incluída.

 

  • En el de la propia definición de la Unión Europea y el debate urgente sobre sus posibilidades reales de futuro, rodeada por retos y conflictos identitarios ante los que tendremos que elaborar una respuesta: el papel de la UE ante Rusia y la presión de los nacionalismos post-URSS, el auge de los fascismos y su efecto sobre la protección de la diversidad cultural europea, la incoherencia entre las políticas de cooperación cultural de la Unión y sus políticas migratorias y de salvaguardia de los derechos humanos, especialmente ante el reto de su frontera Sur y su relación con el espacio cultural mediterráneo, la relación entre las distintas políticas nacionales europeas de cooperación con África, el papel otorgado a sus culturas en Europa y el peso de los partenariados empresariales. En relación con conflictos de identidad cultural abiertos en el seno de la UE se tendrán que articular también políticas culturales que den respuesta a la creciente ruptura rural-urbana y sus efectos (recordemos las últimas elecciones austriacas) así como también plantearse cómo garantizar los derechos culturales de la juventud europea y qué papel puede jugar la cultura ante la grave situación de desempleo juvenil que recorre el continente.

A pesar de que la movilización y el trabajo internacional de las redes de cultura seguirá avanzando para consolidar lo (tantas veces) señalado por Amartya Sen, “una de las funciones en verdad más importantes de la cultura radica en la posibilidad de aprender unos de otros, antes que celebrar o lamentar los comportamientos culturales rígidamente señalados”, sí me queda cierto sabor amargo ante el miedo institucional (no meterse en camisa de once varas…) que ha dejado pasar la oportunidad de la redacción de los ODS y su capacidad de marcar la agenda internacional de los próximos años como una apuesta mundial por afianzar el paradigma de los derechos culturales y coadyuvar en la incidencia preventiva en políticas de seguridad, apostando por la capacidad de la cultura para generar mayores índices de participación y profundización democrática.