#Méxicosinplagio

Hace unos días la prensa internacional se hacía eco de la petición de explicaciones públicas realizada por la Secretaría de Cultura de México a la diseñadora Carolina Herrera por la utilización en su última colección de elementos textiles tradicionales de diversos pueblos indígenas, petición de explicaciones que también se viralizó en twitter bajo los hashtag #Méxicosinplagio #SinLasComunidadesNO, buscando la colaboración y la consciencia ciudadana frente a este tipo de robo.

Si bien el plagio textil a estas comunidades, pese al marco de protección de la Declaración de la UNESCO de sus derechos, viene siendo recurrente y es un delito que no para de crecer, desde España aún vivimos estas situaciones como realidades exóticas y ajenas, a pesar de que muchas veces sean empresas textiles españolas las que estén implicadas en estos delitos de apropiación. El hecho de que las artesanas textiles y bordadoras centroamericanas hayan estado los últimos años en pie de guerra, especialmente frente al plagio de la industria textil china todopoderosa en la región, consiguiendo con sus movilizaciones grandes logros legales, ha pasado totalmente desapercibido en España, como si este tipo de situaciones no fuesen una amenaza también para la cultura en nuestro país.

Nada más lejos de la realidad. Contrasta la respuesta del Gobierno mexicano con la pasividad que han mostrado las instituciones españolas frente a situaciones similares de plagio a la que han tenido que hacer frente, entre otros, los pequeños municipios gallegos de Viana do Bolo y Vilariño de Conso, que han visto cómo el trabajo textil realizado tradicionalmente por las mujeres de sus pueblos para su Carnaval ha sido copiado por la marca Dolce&Gabbana en una de sus últimas colecciones.

Si bien existe un mayor grado de alerta y sensibilización social frente a otro tipo de robos vinculados a la cultura, aún tenemos que desarrollar nuevos grados de conciencia frente a estas fórmulas de apropiación, teniendo en cuenta que se dan en la esfera internacional y que suelen enfrentar a colectivos o territorios especialmente desprotegidos y vulnerables frente a gigantes empresariales transnacionales con una gran fuerza publicitaria y de comunicación.

 

 

Si desde el mundo rural español , por ejemplo, aún estamos esperando respuesta, a pesar de todos los esfuerzos del Museo Arqueológico Nacional, frente a casos sonados de expolio, como el siempre postergado proceso de restitución de los restos arqueológicos de Castiltierra, apropiados por el nazismo con el beneplácito del régimen franquista, encontrándonos día sí y día también con noticias referidas al tráfico ilegal de obras de arte robadas en nuestros pueblos -la más reciente la desarticulación el pasado mes de abril de una banda de tráfico ilegal de restos arqueológicos con una notable implantación en Andalucía que contaba en su haber con más de 3700 piezas patrimoniales-,  no queramos imaginar la dificultad con la que se encuentran los pequeños municipios en el caso de los procesos de robo vinculados al patrimonio inmaterial.

Se suele olvidar que cuando hablamos de estas formas de apropiación y plagio, más vinculadas a conocimientos tradicionales, de lo que estamos hablando también  es, en la mayor parte de los casos, de invisibilización del trabajo de las mujeres, grandes guardianas informales de la riqueza patrimonial en nuestro país. ¿O quienes limpian ermitas, cosen mantos, bordan trajes tradicionales, custodian baúles, cajas de galletas llenas de fotos, adornan balcones, preservan recetas, custodian informalmente la memoria de un país?

En el mercado internacional actual más preocupado por  las artesanías que por las artesanas, por el producto que por las condiciones laborales o económicas de quienes lo hacen posible, se están empezando a alzar voces – que deberían tener un reflejo en la futura Ley de derechos culturales española hacia la que sin duda avanzaremos– alrededor de dos grandes reivindicaciones: en primer lugar la justa remuneración a las creadoras originales de los diseños y el reparto equitativo con las comunidades creadoras de dichas artesanías de los beneficios que obtengan las grandes marcas con la explotación de sus diseños.

 

Si ante otros escenarios de expolio cultural de grandes dimensiones la comunidad internacional ha sido capaz de ponerse manos a la obra, como a través, por ejemplo, del proyecto de las Bibliotecas central y regional de Berlin para la restitución a los propietarios originales de los libros robados al pueblo judío durante el Tercer Reich o como a través de la puesta en valor de la figura de grandes heroínas en la defensa del Patrimonio frente al robo de arte como lo fue Rose Valland, tendremos que empezar a debatir con mayor rigor en España sobre cómo vamos a protegernos frente a estas nuevas fórmulas de explotación económica que amenazan a nuestras culturas, teniendo en cuenta que habrá que impulsar medidas de protección mucho más concretas y eficaces para ese tesoro a cielo abierto y sin guardián que es la España rural que se vacía.

Si como dice el dicho, “cuando bebas agua, recuerda la fuente” quizá ante situaciones como las que afrontan estos pequeños pueblos ante el plagio de las grandes marcas de moda internacionales tengamos que pararnos a pensar: a quiénes se plagia, por qué resulta tan sencillo y barato apropiarse del legado común recibido generación tras generación. No vaya a ser que nos llevemos una sorpresa y descubramos que detrás de cada bordado robado, de cada creación plagiada, lo que se esconde en realidad es el dolor de manos trabajadoras que crean.

 

Inmatriculaciones, mercado negro de arte y patrimonio rural

 

“Porque los bienes del pueblo son del pueblo,

y nunca van a faltar paisanos que los reivindiquen.”

Escándalo Monumental

Reflexionando sobre qué clase de actuaciones podríamos implementar en este 2018, año del patrimonio cultural europeo, que repercutieran especialmente sobre el mundo rural español, tomando “medidas preventivas” ante la previsible concentración del foco mediático sobre la gran monumentalidad urbana, me parecía importante enlazar y unificar las reivindicaciones aún no resueltas respecto a la petición de un Listado público, transparente y accesible respecto a las inmatriculaciones eclesiásticas realizadas en España junto al estudio del impacto que este “frenesí” inmatriculador ha tenido sobre el expolio de obras de arte sacro de nuestro medio rural y el fortalecimiento del mercado negro de arte.

Siendo conscientes de que la problemática que enfrenta la protección del patrimonio rural no puede disociarse del abandono político general ante el grave problema de despoblación en nuestro país, sería importante no obviar que el mismo viene siempre de la mano de dos fenómenos:

No hay que ir muy lejos para escuchar a alcaldes y alcaldesas de todos los signos y colores quejándose de su indefensión ante el expolio de bienes “a goteo y en silencio” del que se está nutriendo el mercado ilegal de arte.

Como recuerda Juan del Barrio, en una publicación de referencia elaborada por la Plataforma de Defensa del Patrimonio Navarro, “Escándalo monumental” en la que se apunta claramente el proceso de retroalimentación entre las inmatriculaciones y la venta ilegal de bienes culturales que pasan a formar parte de colecciones particulares, “en la Diócesis de Burgos era conocido por todos que semanalmente y durante dos años se llevaban a Centroeuropa para su venta un tráiler con arte religioso”.

Si bien en el 2015, aunque de un modo muy parcial y tibio, gracias a la presión constante de las organizaciones ciudadanas, se consiguió modificar la Ley Hipotecaria que mantenía intactos los privilegios de la Iglesia heredados de la dictadura a la hora de tramitar las inmatriculaciones, el grave problema de este afán privatizador y su maridaje con el mercado ilegal de arte que sigue sangrando silenciosamente a nuestros pueblos debería abordarse de una vez por todas como una grave vulneración de los derechos culturales en nuestro país, haciendo hincapié una vez más sobre el sesgo de percepción de nuestras políticas culturales cuando se trata de proteger a su ciudadanía rural.

Si realmente queremos avanzar, como se recoge en la Declaración de Friburgo, hacia el reconocimiento del derecho al patrimonio cultural (art.3), especialmente en el derecho a obtener acceso al patrimonio cultural propio (y no a resignarse, como afirmaban los compañeros navarros “a que todos esos bienes estén hoy solamente bajo el control de una minoría”) tendremos que hacer frente a lo que a día de hoy aún vulnera el carácter común de la herencia patrimonial.

Si como afirmó la experta independiente en derechos culturales de la ONU, Farida Shaheed, en su Informe sobre el derecho de acceso al patrimonio cultural:

“considerar el acceso al patrimonio cultural y su disfrute como un derecho humano es un criterio necesario y complementario de la preservación y salvaguardia del patrimonio cultural. Además de preservar y salvaguardar un objeto o una manifestación en sí misma, obliga a tener en cuenta los derechos de las personas y las comunidades en relación con ese objeto y manifestación, y, en particular, conectar el patrimonio cultural con su fuente de producción. El patrimonio cultural está vinculado a la dignidad e identidad humana. El acceso al patrimonio cultural y su disfrute es una característica importante de un miembro de una comunidad, un ciudadano y de una forma más amplia un miembro de la sociedad”

deberíamos preguntarnos si el 2018 no podría ser un año adecuado para la elaboración y publicidad de la lista estatal de bienes inmatriculados, especialmente poniendo el foco sobre los del medio rural, el impulso de una investigación en profundidad de la correlación entre dichos bienes inmatriculados y el mercado negro de arte y la exigencia de una política estatal contra la despoblación que actúe de modo urgente frente al expolio del patrimonio natural y cultural que viven en silencio y fuera de foco nuestros pueblos.