Identidades como núcleo urgente de reflexión

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Son distintas las voces que, desde un profundo compromiso intelectual, y ante la creciente seducción del autoritarismo a nivel internacional, están apuntando desde diferentes tradiciones y disciplinas hacia la urgente aunque sosegada reflexión sobre las identidades que debería estar dándose en el seno del pensamiento progresista ampliamente entendido si quiere verdaderamente construir una alternativa real ante la crudeza del actual giro regresivo.

Ya no son sólo las voces necesarias del pensamiento descolonizador, como la de Silvia Rivera Cusicanqui, abogando por el uso de “identificación” frente a identidad, para poner en el centro del debate la utilización política que se está dando de los esencialismos, sino también voces críticas europeas que llevan nuestra atención hacia la misma dirección. Es el caso, por ejemplo, de la psicoanalista Julia Kristeva alertando sobre la torpeza que ha supuesto para la construcción de una alternativa progresista europea y su identidad, la incomprensión de las posibilidades del diálogo desde la izquierda con el humanismo cristiano europeo y la cesión de todo el campo simbólico de la espiritualidad y sus valores a las derechas continentales. También, más recientemente la filósofa Judith Butler o desde la tradición socialista Owen Jones han encendido las alarmas ante la posibilidad, frente al éxito del Brexit o la victoria de Trump, de un repliegue irreflexivo y reactivo de la izquierda hacia los discursos de “identidad trabajadora” y pivotaje exclusivo sobre clase social que desprotejan por torpeza a las minorías y cedan posiciones en conquistas sociales que, no lo olvidemos, tienen un claro carácter universalista.

Al hilo de todo ello, compartiendo el fuerte impacto emocional que suponen tanto el ascenso del fascismo europeo como del suprematismo blanco en EEUU, recupero para la reflexión algunas de las aportaciones que realizó Amartya Sen en su libro “Identidad y violencia. La ilusión del destino” junto a la necesidad de incorporar al debate una mayor atención sobre nuestras definiciones de exclusión y pertenencia.

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En un destello de acidez, Sen afirmaba: “Un enfoque singularista puede ser una buena forma de malinterpretar a casi todos los individuos del mundo”. Resumía así una de las ideas centrales de su obra: el hecho de estar conformados por identidades plurales frente a las que, nunca al margen de cada contexto particular, nos vemos enfrentados a decidir acerca de la importancia y prioridad que queremos darle a cada una. Desde esta posición que hacía central la noción de elección personal frente a nuestras identidades diversas, remarcaba el hecho de que renunciar a ejercer esta elección nos coloca precisamente donde el Estado y los miembros dominantes de una sociedad dada han decidido, para la perpetuación de sus propios privilegios, colocarnos.

No sólo apunta Sen a la necesidad de oponerse a la atribución de rasgos denigrantes, sino que apunta claramente a que observemos cómo la degradación de un colectivo incluye “tanto la tergiversación descriptiva, como la ilusión de una identidad singular que otros deben atribuir a la persona que ha de envilecerse.” Apunta así a un foco de resistencia elemental, vinculado, entre otras dimensiones, a la pelea por la definición del dentro/fuera grupal y el uso del lenguaje (esta resistencia en España, por ejemplo, se identifica en la campaña “Yo no soy trapacero” del pueblo gitano frente a la RAE).

Amartya Sen propone así, frente al reduccionismo identitario, la decisión sobre la relevancia que queremos otorgarle a nuestras identidades así como su prioridad en función de nuestros contextos. Es curioso (y apunta hacia una dirección común) que esta misma reflexión, más “táctica” sobre las prioridades identitarias que queremos activar en cada contexto, se lea también en algunos encuentros de feminismos zapatistas tal y como recoge Sylvia Marcos en “Mujeres, indígenas, rebeldes, zapatistas”.

Recalcaba así Sen, centrándose en el error fatal que ha supuesto la falsa atribución de las ideas democráticas como “propiedad de Occidente” y contestando con vehemencia el paradigma de “choque de civilizaciones” basado en identidades singulares (y más que singulares, estrictamente religiosas) postulado por Huntigton –y del que aún hoy sufrimos las consecuencias- , el hecho de que “la imposición de una identidad supuestamente única es a menudo un componente básico del arte marcial que fomenta el enfrentamiento sectario” y que “la descolonización de la mente exige un alejamiento firme de la tentación por las identidades y las prioridades únicas.”

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Apuntaba antes a la necesidad de profundizar sobre nuestras definiciones de pertenencia y exclusión, ya que, junto a la línea de acción marcada por Sen (y con sus claras prioridades políticas internacionales adjuntas como el freno del comercio de armas, las condiciones de acceso de los países empobrecidos al comercio mundial, la elaboración de nuevas leyes de patentes que pongan la justicia social por delante de los intereses de la industria), los acontecimientos políticos recientes nos obligan a incorporar, superando la confianza racionalista e ilustrada que se sobreentiende en Sen, la dimensión emocional y sentida en los procesos sociales de construcción de pertenencia (evidentemente, dimensión a la que apunta el debate, más allá de ruidos, sobre la urgencia de construir un populismo de izquierda que frene la utilización y usurpación que las opciones autoritarias están haciendo del dolor emocional no respondido).

Existe un trabajo fecundo en el campo de la construcción de paz y en los enfoques terapéuticos sistémicos que se han planteado en escenarios post-conflicto que deberíamos incorporar a esta urgente reflexión sobre las identidades, dada la profundidad de su conocimiento sobre los efectos de la exclusión y el enfrentamiento identitario, que nos permitirían conocer con mayor detalle cómo afrontar el reto de construir socialmente un mayor sentimiento de seguridad, pertenencia y dignidad eludiendo construcciones reactivas que encuentren estas respuestas emocionales socialmente demandadas en apuestas autoritarias y excluyentes. Este campo de conocimiento no está siendo tenido en cuenta como un aporte valioso para la situación actual y en su trabajo sobre el trauma social podría aportar luz sobre estrategias para ampliar la inclusión en nuestras sociedades ante los riesgos que tiene para nuestras democracias la desigualdad creciente.

 

Soberanías culturales del Sur y democracia

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Artículo escrito para -y en diálogo con- la Red de participación y articulación del sector cultural boliviano Telartes

Publicado en Grito Cultural nº7 2017

“Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo.”

(Audre Lorde)

 

Cuando nos enfrentamos a la tarea colectiva de impulsar, desde nuestros respectivos países, en este amplio Sur Global en el que también se encuentra España y la Europa mediterránea, políticas culturales transformadoras que nos permitan incidir en la profundización democrática y la universalización del respeto a los derechos humanos, no podemos obviar ni por un instante que históricamente nos estamos enfrentando al triunfo del paradigma neoliberal a nivel internacional y que nuestras acciones se inscriben también y a nuestro pesar en este sistema social omnipresente que atraviesa cual hilos invisibles atando a Gulliver en la playa todas las dimensiones de nuestra vida cotidiana.

Abordo a quemarropa esta cuestión, dado que es en la invisibilidad de los mecanismos de dominación del capitalismo tardío donde reside la clave de su éxito y en la estetización y maridaje con determinadas prácticas culturales donde encuentra el disfraz de deseo perfecto para hacer olvidar la desigualdad estructural sobre la que se mantiene.

Junto al diálogo y las demandas sectoriales de los diferentes colectivos artísticos y la más que urgente protección laboral de la cultura, lo que está en juego en estos momentos es nuestra propia soberanía cultural, no sólo entendida como el patrimonio creativo colectivo acumulado a través del tiempo y del cual somos herederos, sino como eje fundamental para poder hablar de verdadera democracia.

Me detendré, por tanto, a través de este artículo, situada como estoy en el tiempo en este momento de crisis de identidad europea y en el espacio en la España rural y despoblada de este Sur, en algunos de los escenarios en los que la soberanía cultural se muestra con mayor claridad en juego.

 

Epistemicidio rural

Si bien el concepto de epistemicidio se ha abierto paso con fuerza especialmente a través de la denuncia e investigación del epistemicidio indígena latinoamericano, en España aún no hemos descubierto la potencialidad transformadora que incorporar esta sensibilidad podría tener en el diseño de nuestras políticas culturales.

Frente a la definición habitual centrada en la destrucción de saberes propios de los pueblos causada por el colonialismo europeo y norteamericano, la más amplia concepción de epistemicidio como “liquidación de formas de apre(he)nder, crear y transmitir conocimientos y saberes comunitarios, especialmente tras el nacimiento y uso del método científico como el único validador por parte de las clases dominantes” nos permitiría por fin nombrar dinámicas ocultas.

Desde este marco de reflexión que pone en el centro la crítica al conocimiento hegemónico y hace visibles las relaciones de poder involucradas (¿qué conocimientos viven en los márgenes?, ¿qué se escucha?, ¿qué y quiénes tienen el derecho a ser mirados?, ¿cómo se construye socialmente la respetabilidad y el reconocimiento cultural?) podríamos avanzar en el reconocimiento de perspectivas epistémicas y herencias culturales subalternas en España.

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En primer lugar, poniendo en el centro del debate el epistemicidio rural y la desaparición acelerada del acervo cultural de nuestros pueblos, ante las prácticas crecientes de “parque-tematización uniforme” de la ruralidad europea. Ello nos permitiría también abordar la presión de los modelos agro-industriales transnacionales que a través de sus lobbies y con la herramienta eficaz de los tratados de libre comercio que veremos después, ponen en riesgo la herencia afectivo-cultural hacia paisajes y territorios. Modelo agro-industrial que está encontrando en la despoblación rural que azota nuestro continente una oportunidad sin precedentes para la apropiación de esta gran “materia prima” que es la tierra, sin tener que soportar presión alguna por parte de la población (envejecida o inexistente) que haga valer la defensa de sus derechos. Este epistemicidio rural podría señalarse entonces como una faceta más de la violencia del neoliberalismo y como condición sine qua non de su tentacular asentamiento territorial. Podríamos abordar así la invisibilización de las culturas rurales frente al modelo urbano y clarificar la centralidad que tiene el desarraigo como forma de dominación en el actual sistema económico. Este hilo en la madeja nos llevaría a redimensionar las relaciones entre cultura y territorios, creando modelos más eficaces a la hora de responder al hegemónico avance del “marketing-marca territorial”.

Identidades frente a identidad

Siguiendo las líneas de trabajo que ya ha abierto América Latina en esta denuncia del epistemicidio y el reconocimiento a la diversidad de sus herencias culturales, desde España quizá, al mirarnos en su espejo, tendríamos que plantearnos por qué concebimos que las Declaraciones Internacionales de la UNESCO no nos interpelan como país. De entrada, tendríamos que afrontar nuestra asunción acrítica de la “identidad española” legada por la dictadura franquista y que dejó fuera (junto a las identidades territoriales) elementos importantes de nuestra herencia. A saber: la tradición judía, la morisca, la indígena esclavizada en territorio español, la afrodescendiente y la cultura romaní. Aún son muy pocos los estudios y las voces críticas en esta dirección y el mecanismo de ridiculización de estas demandas opera con fuerza. La “Ley de concesión de nacionalidad a sefardíes originarios de España” ha pasado sin pena ni gloria y hemos desaprovechado un momento importante para hacer mayor incidencia política sobre el reconocimiento a la diversidad que está siendo, una vez más, mercantilizada y desideologizada. Como muestra de esto último valgan, por ejemplo la creación de la red turística de ciudades “Sefarad” o la folklorización remota (es pasado, no presente) de la diversidad.

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Transmisión generacional y comunidad

El papel que la transmisión generacional ha jugado y juega en muchas de las prácticas artísticas de la cultura popular, especialmente en las que suelen encuadrarse en el campo de la artesanía, debería hacernos reflexionar sobre qué tipo de ecosistemas crearía un modelo en el que dicha transmisión desapareciese.  No podemos obviar que el epistemicidio tiene rostro de mujer y que en la desaparición de estos conocimientos comunitarios, tradiciones, cosmovisiones y modos de transmisión basados en la oralidad y la experiencia hay una pérdida irrecuperable, a mayores, del conocimiento que nuestras madres y abuelas legaron al mundo.

El triunfo global de un modelo cultural individualizado que parte siempre desde cero sin reconocer lo anterior es, entre otras cosas, un modelo desempoderador y que pone en riesgo nuestro patrimonio. En dichos procesos de transmisión y aprendizaje no sólo se pone la atención sobre el “qué”, sino que entran en juego los “cómo” y el vínculo es en sí vehículo de creación. Este papel de la comunidad como entorno de aprendizaje debería ser tenido en cuenta tanto en el nivel discursivo como práctico de los programas de profesionalización de la gestión cultural. El neoliberalismo va adscrito a un modelo y praxis cultural que tiene como elementos centrales la individualización y la conversión de las relaciones sociales en relaciones de mercado. Sería importante para defender nuestra propia soberanía cultural, plantearnos al menos qué diálogos posibles podrían establecerse desde la cultura con las “economías otras” o cómo establecer mecanismos de protección laboral más eficaces, que defiendan a los trabajadores culturales de un modelo que los atomiza, fragiliza y sobrecarga.

De igual manera deberíamos estar atentos a los procesos de usurpación, explotación y apropiación de creaciones comunitarias por parte de la industria, que no sólo descontextualizan las mismas, sino que niegan su origen  y laminan la profundidad simbólica de las prácticas y objetos artísticos.

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Soberanía cultural y Tratados de Libre Comercio

Sin lugar a dudas, es en el terreno de los Tratados de Libre Comercio internacionales donde, a día de hoy, se está librando la batalla más importante en la defensa de la soberanía cultural. Si con la llegada del NAFTA a principios de los años 90, empezamos a vislumbrar la articulación del poder económico supranacional frente a la soberanía de los pueblos, asistiendo también al nacimiento del altermundismo como respuesta, a día de hoy nos enfrentamos a la sofisticación y oscurantismo extremos en la redacción y negociación de estos Tratados.

La generalización en la aplicación de los mecanismos ISDS, esos tribunales privados de resolución de conflictos entre inversionistas y estados, por los cuales los países no pueden reformar sus legislaciones nacionales fuera del corsé de los tratados, sin correr el riesgo de sufrir graves sanciones económicas, deberían llevarnos a una mayor movilización en la defensa de nuestra soberanía.

Junto a los ISDS, los mecanismos de certificación que llevan incorporados siguen beneficiando los intereses comerciales de los EEUU, garantizando que puedan suspender (ellos sí) el cumplimiento del acuerdo unilateralmente. Es importante recalcar que la dominación que ejerce esta faceta del “libre comercio internacional” no es (sólo) geográfica: asistimos al triunfo de los intereses de una élite económica mundial, que en la financiarización de la economía, ha logrado imponer como sentido común las “democracias sin pueblo” y la política como “gestión técnica”.

La movilización ante los tratados de libre comercio desde el sector cultural ha tomado matices distintos en América Latina y el Sur de Europa. Mientras en la movilización contra el TPP, el Tratado Transpacífico de Cooperación económica promovido por Estados Unidos en el que están incluidos México, Perú y Chile junto a Japón, Australia, Nueva Zelanda, Malasia, Brunei, Singapur, Vietnam y Canadá, ha tenido un carácter central la defensa de la soberanía cultural y los efectos del Tratado sobre la legislación de derechos de autor y patentes, en Europa esta temática sigue teniendo un carácter secundario en las movilizaciones contra el CETA y el TTIP.

Especialmente relevante, visto desde España, ha sido el trabajo de la organización chilena Derechos Digitales socializando la denuncia de que el aumento del plazo de protección de derechos de autor, desde su muerte hasta los 70 años posteriores (¡100 en México!), es lesivo para el dominio público e impide el acceso al conocimiento y la cultura de los pueblos y beneficia el modelo de gran industria cultural frente al agente medio y pequeño. El hecho de hacer bandera de un modo protagónico de las materias de propiedad intelectual e internet mostrando cómo en la firma de estos tratados de libre comercio se dejan sistemáticamente fuera las recomendaciones de foros internacionales de corte más democrático como la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) o los Foros de Gobernanza de Internet, representa un hecho diferencial frente a Europa.

Si la UNESCO en el año 2005 adoptaba la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales, recogiendo de algún modo la herencia de la lucha por el reconocimiento de la excepción cultural abanderada por Francia ante la OMC en la década anterior, no podemos olvidar que fue precisamente EEUU uno de los países que votó en contra de la misma. Entre los principales temores del sector cultural europeo se encuentra la pérdida de medidas de protección clásicas como la propia excepción cultural audiovisual o los servicios públicos en materia de cultura y radiotelevisión. En esta misma línea, existe preocupación respecto a la protección de la diversidad lingüística europea o el mantenimiento de las denominaciones de origen e indicaciones geográficas gastronómicas, claves en la política agraria europea y sin embargo, un límite obvio para la entrada masiva de los productos de la agroindustria estadounidense.

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Es en este escenario en el que, desde las políticas culturales, nos estamos desenvolviendo hoy y que exigen de nosotros, también desde la cultura, un mayor compromiso con la democratización económica. La propia conciencia del sector cultural, no sólo como “un porcentaje del PIB” sino como defensor y garante de los derechos culturales de un país, será clave para el fortalecimiento de nuestras soberanías culturales frente a la presión de organismos internacionales no sometidos a garantías democráticas.