La identidad cultural no existe o el espacio «entre» que nos une

 

Me impulsa a escribir esta entrada (felizmente, por otra parte) el tratamiento dado por El Cultural hace unas semanas al último libro de François Jullien, “La identidad cultural no existe”. Como, desde mi punto de vista, el debate sobre el texto queda totalmente sofocado por los límites de la actualidad política española, quería recuperar aquí algunas de las sugerentes reflexiones que Jullien ha compartido con urgencia en esta obra breve ante la crisis identitaria europea.

Lo común frente a lo uniforme:

Alertado por los procesos de uniformización cultural consustanciales a la actual fase del capitalismo, Jullien contrapone a esta “uniformidad como perversión de lo universal”, activar lo común como dimensión política.

“Sólo si promovemos un común que no sea una reducción a lo uniforme, lo común de esa comunidad será activo y dará lugar efectivamente al compartir.”

Así propone alejarse de la conceptualización de lo común “por asimilación”, como lo similar, para acercarse a lo común como “lo que se comparte”. Sólo desde esta dimensión “de lo común que no es similar” puede haber tanto diálogo cultural como efectividad política.

El universal rebelde:

Partiendo de la insostenibilidad del universalismo occidental impuesto por el uso de la fuerza en todo el globo, propone, sin embargo, no renunciar sin más al horizonte de “lo universal” frente a fragmentaciones identitarias que pudiesen derivar en aislamiento, en base a los siguientes términos:

“El universal por el que hay que militar es, en cambio, un universal rebelde, jamás colmado (…) reabrir intersticios en cada totalidad acabada”

Dialoga esta idea de Jullien con la propuesta de Boaventura de Sousa de impulsar un “cosmopolitismo subalterno” que lleve al centro del debate público el hecho de que la opresión y la exclusión tienen dimensiones que la tradición crítica europea ha ignorado reiteradamente, “la de las condiciones epistemológicas que hacen posible identificar lo que hacemos como pensamiento válido” como afirmaba en «Descolonizar el saber, reinventar el poder». Tanto Jullien como sinólogo o de Sousa desde su apuesta por las Epistemologías del Sur nos obligan a hacer política del conocimiento. Como afirma de Sousa, la injusticia social global está unida a la injusticia cognitiva global. Tal y como se pregunta Jullien:

“Adhiriéndonos a “lo universal,” ¿qué fue lo que abandonamos? (…), ¿cómo se traduce “lo universal” cuando salimos de Europa?”

 

 

El écart o el “entre” activo:

El écart es la idea central que Jullien comparte en el libro, como alternativa a los repliegues esencialistas excluyentes que se están reviviendo en toda Europa.

“Planteo abordar lo diverso de las culturas en términos de écart; en lugar de identidad, en términos de recurso o de fecundidad (…) como figura, no de identificación, sino de exploración, haciendo emerger otros posibles”

“No en términos de diferencia sino de distancia para el posible acercamiento.”

“El écart implica una prospección, vislumbra –sondea- hasta dónde se pueden abrir otras vías, es una figura próxima a la aventura (…) En el écart los dos términos separados permanecen en comparación”

Parte Jullien de la constatación de que el pensamiento occidental no ha sabido pensar el “entre” (“pues el entre no es el ser”) y por tanto no ha podido explorar lo suficiente la vocación ética y política que reside en estos espacios intersticiales, “donde cada uno es desbordado por el otro (…), donde aparecen los recursos”, “donde cada uno es dependiente del otro para conocerse y no puede replegarse sobre lo que sería su identidad”

Este llamamiento a pensar el “entre” que nos acerca, este modo de afrontar el diálogo intercultural entendido en términos espaciales cercanía-lejanía a la que aproximarse sin centralidad jerárquica (no todos estamos alejados de las mismas lejanías), que ha sido mucho más pensado en cosmovisiones no occidentales –pienso en el surgimiento dependiente del budismo- nos sitúa de nuevo ante la urgencia de pensar la “posibilidad”. Vuelve a resonar en mí de Sousa en esta idea de Jullien, en su tantas veces reiterado “lo posible es uno de los conceptos más ignorados de la filosofía occidental” y su llamamiento a prestar atención a los “todavía no” que nos permitirían mayores niveles de acción política transformadora. Concentrarse en los intersticios que dialogan más allá de su “identidad” como propone Jullien, aunque sea un “todavía no” hacia adelante lo que les mueva parece vislumbrarse como camino.

Desde el écart de Jullien, por tanto, se nos estaría invitando a pensar la diversidad no en términos de diferencia sino de distancia, idea ya planteada por el altermundismo como he querido visibilizar aquí.

 

La transformación como “esencia”:

Frente al aplanamiento generado por la uniformización y la violencia del silenciamiento y pérdida de la heterogeneidad interna de toda cultura que residen en los repliegues identitarios y en las esclerotizaciones culturales, Jullien invita a no perder de vista el sentido vivo inherente a la cultura, “lo propio de lo cultural es cambiar y transformarse” (las culturas vivas de Vandana Shiva). Esta idea sería una obviedad no remarcable si a nivel global no se estuviesen enfrentando graves procesos de explotación económica en base a la “turistificación identitaria” (la parque-tematización de las identidades culturales: el «cochinillo-Iglesia-Imperio” castellano o las múltiples denuncias de los pueblos indígenas respecto al uso comercial de sus tradiciones, por ejemplo).

Resistencia de las lenguas:

Como ya hemos venido hablando en otras entradas, se sigue identificando como forma de “resistencia de época”, la resistencia de las lenguas. Dice Jullien:

“Si hablamos un solo idioma, si se pierden las brechas fecundas entre las lenguas, estas no podrán pensarse entre ellas: no permitirán percibir respectivamente sus recursos (…) Los recursos culturales, y ante todo la lengua, se hacen préstamos, se importan, y no pertenecen a nadie. Los recursos sólo existen en la medida en que son activados. Lo propio del recurso es estar disponible, al alcance de la mano, al servicio de la experiencia. Los recursos no se enarbolan. Se agregan sin limitarse. Los recursos se realzan unos a otros y no se excluyen.”

Jullien, al igual que wa Thiong´o, nos obliga a repensar el peso que tiene la lengua en la que se da el diálogo entre culturas, llevando nuestra atención ante la naturalidad con la que hemos aceptado el “globish” como lengua del mundo, oponiendo a este aplastamiento uniforme, “la traducción como lengua del mundo”, identificando en la figura del traductor (lingüístico/intercultural) el agente político transformador para este siglo.

El extractivismo académico

 

(Todas las imágenes son obra del artista gráfico y audiovisual mexicano Gran OM)

 

En una reciente conferencia impartida por Boaventura de Sousa en la UNAM, “Epistemologías del Sur, pedagogía del oprimido y la investigación-acción participativa” volvió a ponerse sobre la mesa la necesaria reflexión común sobre el extractivismo académico. Junto a la invitación a intelectuales, activistas y ciencias sociales en general a vacunarse contra la enfermedad de la novedad reivindicándose como retaguardia: “queremos ser retaguardia para ir con los que van despacio” se profundizó, como viene sucediendo en los últimos años, en el análisis del desperdicio de gran parte de la experiencia social relevante, así como en la perpetuación del “estudiar sobre pero no estudiar con”.

Me llamó la atención el hecho de que poco a poco la denuncia y el uso del concepto “extractivismo académico” se esté convirtiendo en clamor. Tanto en el último encuentro entre científicos y comunidades zapatistas “Conciencias por la Humanidad” como en los recuentos finales de la Movilización estatal en defensa de la madre tierra (México), el extractivismo académico ha sido puesto en el centro como una de las denuncias prioritarias. Así, por ejemplo, en el recuento final de Oaxaca se expone:

“Se deben poner en duda las formas en que se realiza la investigación. No se puede seguir permitiendo el uso de metodologías que únicamente sirven para extraer información en las comunidades sin generar a cambio ningún beneficio.”

“Hay que generar conocimientos que sirvan para resolver problemas. Que la Academia trabaje con y en beneficio de las comunidades. Porque si no ¿cuál es su lógica y a quién están sirviendo?”

“Hay una perversión en la generación de conocimiento y de investigación. Los investigadores están en una lógica de acumulación de información. No están aportando investigación fresca ni nuevos conocimientos.”

Haciendo genealogía, la propia Silvia Federici lleva años visibilizando el progresivo cercamiento del saber, la centralización y verticalización del conocimiento, la falta de reconocimiento y robo a la gestación de ideas y Silvia Rivera, al hilo de “lo decolonial” viene denunciando con mirada poliédrica la cuestión: las modas académicas, la locura de la creación de marcas registradas sobre los términos, la perversión económica de las patentes, el fetichismo de la Academia, la superficialidad de la investigación y el abandono de líneas de trabajo que requieren constancia y permanencia (por ejemplo en esta entrevista en el canal feminista mexicano LuchadorasTV)

Si para algunas de nosotras, desde la mercantilizada y endogámica experiencia de la Universidad española y sus órganos de gobierno, es un puro cometa Halley ver a un antiguo rector como lo es Pablo González Casanova  no sólo seguir defendiendo el compromiso social del científico sino engarzarse vitalmente con el territorio y las demandas de las comunidades, ¿qué estamos haciendo desde España para reentroncar con el pensamiento situado?

 

Ante el peligro creciente de Universidades públicas gentrificadas e intercambiables en el espacio dada la debilidad en aumento del vínculo real con los territorios en los que se sitúan y el distanciamiento de su conocimiento generado con las necesidades y sentires reales de las comunidades a las que sirven, con Donna Haraway, ¿no nos sentiríamos invitados a explorar?:

  • ¿Qué es lo que queremos aprender? En la violenta lucha actual por etiquetar “lo que merece la pena ser aprendido”, ¿qué significados concretos tendría este “merecer la pena”? ¿Lo que nos enseña a vivir en común?, ¿lo que amplifica los derechos humanos?, ¿lo que aporta bienestar?, ¿lo que amplía la dignidad?, ¿lo que nos cuida?

 

  • El anatema: ¿podemos llevar al centro de nuestros espacios de conocimiento nuestra implicación emocional con los territorios, colectivos y las materias de conocimiento? ¿Y una nueva reflexión sobre nuestra responsabilidad con la práctica? ¿O vamos a seguir desvinculándonos de las consecuencias reales de nuestro conocimiento bajo el discurso tranquilizador de la neutralidad científica?

 

  • En nuestro entorno concreto, ¿cuáles serían los saberes periféricos?, ¿a quiénes se les ha usurpado la capacidad de ser “generadores de conocimiento”?

 

  • Más allá (me permito una maldad) de la industria del entretenimiento de los papers, ¿a qué estamos llamando conexión entre el conocimiento y la práctica? Decía Nelson Mandela que la pregunta que abría las auténticas posibilidades de cambio no empezaba nunca por un ¿por qué? sino por un ¿para qué? ¿Para qué quieren conocer nuestras sociedades?

 

Me quedo pensando en todo ello mientras sigue resonando una reflexión de la entrevista a Silvia Rivera en mí: “Hay un reconocerse corporalmente con las ideas. Hay una responsabilidad con lo que se dice.” Bien. En ello avanzamos.

 

Descolonizar Castilla: de imaginarios imperiales que se resisten a morir

(Todas las imágenes son obra y propiedad de la artista Melanie Cervantes.)

Cuando leemos el Informe final de la Comisión de Verdad y Reconciliación sobre los pueblos indígenas de Canadá, es inevitable plantearse cuándo llegará el momento de abordar este proceso en el espacio iberoamericano y cómo Portugal y en nuestro caso, España, enfrentarán definitivamente no sólo los genocidios y epistemicidios históricos, sino el debate sobre sus propias identidades y su interesada construcción histórica a través de un reconocimiento nuevo de su amplia diversidad. Al fin y al cabo, como afirma la relatora especial sobre los derechos culturales Farida Shaheed en su informe Procesos de preservación de la memoria histórica: “El acceso de las personas a una memoria colectiva pluralista forma parte de los derechos humanos”.

Atendiendo a sus propias recomendaciones en las que queda patente que “la preservación de la memoria histórica ha de entenderse como un proceso que aporta a los afectados por la violación de los derechos humanos los espacios necesarios para articular sus relatos. Las prácticas en ese ámbito deben estimular y fomentar el compromiso cívico, el pensamiento crítico y el debate sobre la representación del pasado y sobre los desafíos contemporáneos que representan la exclusión y la violencia”, nos permitimos ahora una breve reflexión sobre la continuidad del imaginario imperial en Castilla y León y el peso que tiene aún hoy sobre el concepto de «hispanidad«.

Al fin y al cabo, las estrategias de descolonización no pueden ser plenas si únicamente centran su atención sobre las realidades colonizadas sin afectar al polo que ejerció la dominación. Como afirma Boaventura de Sousa en su obra Descolonizar el saber, reinventar el poder, “el fin del colonialismo político no significó el fin del colonialismo en las mentalidades y subjetividades, en la cultura y en la epistemología, por el contrario continuó reproduciéndose de modo endógeno”. O si no, prestemos atención a los ecos aún vigentes en el propio Estatuto de Autonomía de Castilla y León y al debate pendiente sobre las fechas y actos conmemorativos del espacio cultural iberoamericano en un nuevo contexto de respeto a los derechos culturales.

Desde mi punto de vista la reflexión acerca de la polémica y la legitimidad de la celebración del “Día de la Hispanidad” es un desplazamiento hacia el espacio iberoamericano de una cuestión no resuelta en el Estado español. Dicho debate no puede darse sin afrontar dos tareas que quedaron pendientes durante la Transición española: 1.- la deconstrucción de la definición de la “identidad española” heredada del franquismo y 2.- la tarea decolonial que tanto a nivel histórico como en manifestaciones del  imaginario actual posiciona a nuestro país ante el espejo de su realidad no asumida como metrópoli colonizadora y esclavista. La utilización vivida durante el régimen franquista, especialmente en las primeras décadas de mayor eco simbólico fascista,  del discurso de la grandeza imperial y la retórica católica de conquista del Antiguo Régimen, (especialmente a través de la utilización de las figuras -y cuerpos- femeninos de Isabel la Católica y Santa Teresa de Jesús como referencias históricas legitimadoras de la definición franquista de “lo español” y la “raza” unidas a la religión, y que tantos esfuerzos para una recuperación «otra» están provocando, veáse la relectura que hacen Ana Rossetti o Julia Kristeva sobre Teresa de Jesús), no puede obviarse ni resignificarse sin más a través del simple paso del tiempo sin afrontar un debate público y serio sobre la identidad española que, para mí, es el eje problemático de la polémica alrededor del 12 de octubre. No sólo se trataría, por tanto, de preguntarnos fuera del marco colonizador cuál es el significado de ser “español” y qué papel está jugando esta identidad heredada en el debate territorial de nuestro país sino también abordar el colonialismo español en América Latina desde el siglo XV y la pendiente revisión y tratamiento histórico, educativo, mediático que queda recogida en el Informe de Farida Shaheed alrededor de la memoria histórica en relación con los vínculos coloniales también con Filipinas, Guinea o el Sahara.

Este traspaso “acrítico” desde la dictadura franquista a la democracia de la definición de la identidad española forjada en el nacionalcatolicismo y en la que un determinado modelo de relación con Iberoamérica es uno de sus ejes constitutivos –siendo coincidente con un modelo negacionista de la diversidad territorial, lingüística, histórica de la propia “nación” española- queda, por ejemplo, de manifiesto en el preámbulo del actual Estatuto de autonomía de Castilla y León en el que se recoge:

“A partir de la unión definitiva de los Reinos de León y de Castilla, acontecida en 1230 bajo el reinado de Fernando III, la Corona de Castilla y León contribuirá decisivamente a la conformación de lo que más tarde será España, y se embarcará en empresas de trascendencia universal, como el descubrimiento de América en 1492 (…)De estas tierras surgió también la gran aportación a la humanidad que supuso la Escuela del Derecho de Gentes de Salamanca, donde destacaron nombres como Suárez o Vitoria. Y en estas tierras, Bartolomé de las Casas defendió la dignidad de los indígenas del Nuevo Mundo en la célebre Controversia de Valladolid (1550-1551)… En estas tierras nacieron o pasaron una parte importante de sus vidas hombres y mujeres que contribuyeron a la formación de la cultura hispánica. Cultura, humanismo y configuración institucional que después del descubrimiento se implantó en América. El Tratado de Tordesillas, además de trazar la línea de demarcación clara y precisa para la presencia de la Corona de Castilla y León, primero, y de España, después, en el Nuevo Mundo, impulsó el modelo de organización municipal como fundamento de la vida ciudadana y la Audiencia como órgano judicial y de gobierno, implantada por primera vez en Santo Domingo (1510)… Comunidad histórica y cultural reconocida, Castilla y León ha forjado un espacio de encuentro, diálogo y respeto entre las realidades que la conforman y definen. Su personalidad, afianzada sobre valores universales, ha contribuido de modo decisivo a lo largo de los siglos a la formación de España como Nación y ha sido un importante nexo de unión entre Europa y América.” (negritas personales)

La “personalidad de Castilla y León” se ve enlazada así con la perpetuación acrítica del relato histórico del “descubrimiento” y el mecanismo de la “implantación” de la civilización. Llama la atención el modo en el que, sin tomar conciencia de la incongruencia, se invoque el legado histórico de Bartolomé de las Casas en relación a la defensa de los derechos de los pueblos indígenas mientras se perpetúa un relato unívoco en el que ha desaparecido completamente la voz de “los descubiertos” y “los colonizados”. Si como afirma Shaheed, “la preservación de la memoria histórica ha de entenderse como un proceso que aporta a los afectados por la violación de los derechos humanos los espacios necesarios para articular sus relatos”, es obvio que en relación a la construcción memorial del relato de la colonización española no se puede hablar de relatos plurales e inclusivos. Como ya señalaba Gayatri Spivak al señalar la importancia de los márgenes del discurso, de los “centros silenciosos o silenciados” de circuitos marcados por la violencia epistémica: “¿puede realmente hablar el individuo subalterno haciendo emerger su voz desde la otra orilla (…) dentro y fuera de la violencia epistémica de una legislación imperialista?”

En mi opinión, la celebración del 12 de octubre como fecha central de celebración del Espacio cultural iberoamericano estaría lastrada por la política nacional española y dificultaría una resignificación memorial en profundidad. Los marcos internacionales tanto de la Carta Cultural Iberoamericana como de la Declaración de Guadalajara se podrían invocar, no tanto para favorecer su permanencia, sino precisamente para promover otra efeméride común que dignificase el sufrimiento histórico y reconociese la multiplicidad de identidades. De hecho, en España la total ausencia en la esfera pública de un reconocimiento explícito al genocidio indígena y la falta de presión de los estados y diplomacia iberoamericana para que dicho reconocimiento se haga patente en territorio español nos muestran un camino a recorrer en los próximos años.

Derechos culturales: pieza clave de la profundización democrática (1ª parte)

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“Las políticas de defensa de derechos humanos son políticas culturales.”

Boaventura de Sousa

1.- Participación en la vida cultural: de la urgencia post-desastre a la profundización democrática.

El derecho a participar en la vida cultural, ya recogido en el Artículo 27 de la Declaración de los Derechos Humanos, ha ido evolucionando a medida que avanzaba el siglo XX y se ampliaba la propia definición de cultura. De una visión defensiva y un paradigma de bien cultural objetual, claramente marcado por la urgencia de la reconstrucción tras la devastación de las guerras mundiales, aunque ciertamente permisivo con el dominio colonial del patrimonio de los países del Sur global, se fue abriendo paso una visión más dinámica de este derecho a medida que se socializaba una definición de cultura más cercana al enfoque antropológico.

Si nos detenemos en uno de los aspectos recogidos en dicho artículo 27 “el derecho a gozar de las artes”, observamos cómo desde una acepción del derecho a participar en  la vida cultural entendida como sinónimo de participación como espectadores en actividades artísticas dentro del paradigma occidental de las Bellas Artes (en consonancia con el marco de época de las políticas culturales centradas en la democratización cultural cuyo máximo exponente es la Francia del ministro André Malraux) se fue ampliando el foco de acción hacia la propia creación cultural y la participación activa con nuevas definiciones de públicos, así como hacia una concepción de la vida cultural como el espacio de juego real en el que se construye o destruye la democracia.

Así la Observación general nº21 sobre el Derecho de toda persona a participar en la vida cultural del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales se detiene ampliamente en los aspectos concretos que garantizarían dicha participación, reconociendo la importancia del papel creador, de la contribución activa:

La contribución a la vida cultural se refiere al derecho de toda persona a contribuir a la creación de las manifestaciones espirituales, materiales, intelectuales y emocionales de la comunidad. Le asiste también el derecho a participar en el desarrollo de la comunidad a la que pertenece, así como en la definición, formulación y aplicación de políticas y decisiones que incidan en el ejercicio de sus derechos culturales.

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De igual manera, en el reciente documento Repensar las políticas culturales se amplía el concepto de participación cultural abarcando el co-diseño de las políticas culturales por parte de la ciudadanía e incorporando a esta dimensión activa de la participación el seguimiento, la evaluación, la exigencia de transparencia y el control político.

Son tanto la Carta Cultural Iberoamericana como la Agenda 21 de la Cultura las que recogen de un modo más nítido la evolución internacional sobre el derecho a participar en la vida cultural pasando de una visión eurocéntrica, objetual, defensiva y de urgencia hacia un nuevo paradigma de profundización democrática, desde el principio de reconocimiento y protección de la diversidad, la equidad y el derecho a la participación de los grupos vulnerables. Así se percibe también una evolución en el diseño de las políticas públicas culturales desde el enfoque ya comentado de democratización cultural estatal hacia marcos de referencia que ponen en el centro la protección de los derechos culturales y amplían las definiciones de ciudadanía y democracia cultural primando los niveles más cercanos de gobernanza, los espacios municipales, como ámbitos privilegiado para este ejercicio de democracia. Así, por ejemplo, en los principios de la Carta Cultural Iberoamericana se recoge:

Los derechos culturales deben ser entendidos como derechos de carácter fundamental según los principios de universalidad, indivisibilidad e interdependencia. Su ejercicio se desarrolla en el marco del carácter integral de los derechos humanos, de forma tal, que ese mismo ejercicio permite y facilita, a todos los individuos y grupos, la realización de sus capacidades creativas, así como el acceso, la participación y el disfrute de la cultura. Estos derechos son la base de la plena ciudadanía y hacen de los individuos, en el colectivo social, los protagonistas del quehacer en el campo de la cultura.

2.- Dimensión colectiva de los derechos culturales: identidades y territorios.

Como afirma Boaventura de Sousa en el artículo Hacia una concepción multicultural de los derechos humanos, la cultura occidental cuenta con un déficit en relación con:

La idea de los derechos colectivos, los derechos de la naturaleza y los de las generaciones futuras, así como la de los deberes y responsabilidades frente a entidades colectivas, sean la comunidad, el mundo o incluso el cosmos.

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La dimensión colectiva de los derechos culturales, más allá del reconocimiento a la libre determinación de los pueblos recogida en la Declaración de los Derechos Humanos, que tan poco desarrollada se encuentra en Europa y que genera tanta tensión intelectual, nos confronta con la centralidad hegemónica que el individualismo competitivo y el falsamente neutro “homo economicus” del capitalismo -ya desmontado por la economía feminista, valga de ejemplo “Mercados globales, género y el hombre de Davos” de Lourdes Benería- tienen también en la producción y crítica cultural occidental.  Como bien señalan las diversas autoras de esta escuela, la negación de la vulnerabilidad, la invisibilización de nuestra interrelación con la naturaleza así como la exclusión dentro de la reflexión intelectual del papel clave que juegan los cuidados en el campo de la reproducción social y cultural, han permitido la imposición de la visión individualista-competitiva de lo humano, central para el actual sistema neoliberal y freno para el desarrollo práctico de los derechos culturales colectivos en Europa.

Si bien desde la economía, basándose en el Sumak Kawsay de la América Andina, ya se han implementado propuestas alternativas a este enfoque individualista, y en Europa se está dando esta misma reflexión desde la economía alrededor de los comunes, el debate europeo sobre la dimensión colectiva de los derechos culturales alrededor de las concepciones de identidad y territorio aún no ha desplegado todo su potencial transformador actual posible y se ve aún encuadrado en planteamientos reduccionistas que vinculan su propuesta exclusivamente a posicionamientos nacionalistas.

Como afirma Prieto de Pedro, los derechos culturales colectivos deben ser reconocidos como una categoría autónoma de derechos, mucho más si como afirma la experta independiente en materia de derechos culturales para la ONU, Farida Shaheed, la expresión vida cultural actualmente “hace referencia explícita al carácter de la cultura como un proceso vital, histórico, dinámico y evolutivo” y tomamos en cuenta las dinámicas transnacionales que atraviesan de facto el día a día de la política cultural no sólo nacional sino regional y local. Más allá, por tanto, de las reflexiones que vinculan la dimensión colectiva de los derechos culturales con la seguridad y la autoestima personales, así como con su papel generador de cohesión social, me gustaría detenerme en algunas ideas fuerza apuntadas en el marco del derecho cultural internacional alrededor de las identidades y los territorios que podrían, desde la hermenéutica diatópica propugnada en el artículo citado de Boaventura de Sousa, operar a día de hoy en el Sur de Europa.

(Continúa en Derechos culturales: pieza clave de la profundización democrática 2ª parte)