Culturas de la obediencia

 

(Todas las imágenes son obras del fotógrafo iraní Abbas recogidas en su retrospectiva programada hasta el 28 de octubre en Valladolid)

 

Que no nos sean invisibles

las consecuencias de nuestras palabras,

que no nos sean invisibles

las consecuencias de nuestros actos.

 

Con el escándalo del más de un millar de casos de abusos sexuales desvelados en la Iglesia católica de Pensilvania aún en la retina y cuestionándome cómo lograremos colectivamente que en la próxima Comisión de la Verdad en España la violencia sexual (de la que hemos venido hablando ya aquí y aquí), especialmente la que se ejerció con total impunidad no sólo sobre las mujeres, sino sobre los niños (hoy señores entre 60 y 70 años que se llevarán consigo el “secreto” a la tumba), sea uno de los ejes centrales para llegar a comprender la magnitud del dolor sobre el que decidimos pasar por alto para construir nuestra actual democracia, volvía a detenerme una vez más sobre la construcción de las culturas de la obediencia, apuntaladas sobre el silencio, la indiferencia y la ocultación de la verdad.

Confrontando el caso estadounidense, por sus pautas de complicidad burocratizada, también con algunos de los mecanismos que permitieron la desaparición de los más de 300.000 bebés robados aún impune en España, me detenía en alguna de las ideas que ya compartió Zygmunt Bauman en “Modernidad y Holocausto”, aunque especialmente en su lectura de las investigaciones de Milgram recogidas en “Obediencia a la autoridad”.

Entre los elementos que destacó Bauman como constitutivos de las Culturas de la Obediencia (organizaciones con cadenas de mando: iglesias, ejército, partidos políticos…pero no sólo), destacarían, por su contribución a la normalización de la crueldad:

 

SOUTH AFRICA.
Durban. 1978. The Turf Club. Blacks, white and Indian.

 

  • El aumento de la distancia física y psicológica entre los actos y sus efectos, es decir, la manipulación de la distancia psicológica, que se logra recurriendo a dos mecanismos: la sustitución de la responsabilidad moral por la disciplina (por lo que cualquier intento de revisión y cuestionamiento de dichas disciplinas se convierte en tabú grupal) y el uso de la organización (de la estructura organizativa en sí) como instrumento para borrar toda responsabilidad personal (“ya lo habrán pensado los de arriba”, o bien “ya se le echará el muerto a otro”). En esta dificultad para establecer relaciones causales entre acciones y resultados (“yo incito al odio, pero no es a mí a quien llega el puñetazo”) es donde sitúa Bauman el nudo gordiano de la construcción de obediencia denegadora de ética. El alejar las consecuencias reales tanto de discursos y acciones de sus efectos, a través tanto del aumento de personas intermediarias en las jerarquías lineales de subordinación como de la invisibilización psicológica de las víctimas contribuyen a la generación de climas de responsabilidad trasladada a través de los que nadie hace frente a las derivas perversas de la acción.

 

  • Para que el mantenimiento de estas jerarquías lineales de subordinación sea posible es necesario que se produzca un clima de indiferencia moral que se viene consiguiendo a través de las siguientes prácticas: a) la manipulación retórica para la invisibilización tanto de los daños como de la humanidad de las víctimas: toda la retórica con la que se han maquillado los casos de pederastia en los informes eclesiásticos como desvíos, debilidades, traslados por necesidades del servicio, jubilaciones junto a los infinitos e “inocentes” pequeños actos de manipulación de la gestión y las rutinas institucionales ilustran este punto. Señala Bauman como síntoma la desaparición progresiva de los nombres propios, señal de la deshumanización triunfal que reside en la equiparación persona-función ya que también “el lenguaje en el cual se narran las cosas que les ocurren o les hacen (a las víctimas) salvaguarda a sus referentes de cualquier evaluación ética”. b) En esta progresiva articulación de rutinas deshumanizadoras (en las que aún, pero cada vez menos, se someten los fines a evaluación moral, pero ya no los medios), se impone un nuevo lenguaje de la moralidad:

 

“Dentro del sistema burocrático de autoridad, el lenguaje de la moralidad adquiere un nuevo vocabulario. Está plagado de conceptos como lealtad, deber y disciplina: todos ellos señalan a los superiores como objeto supremo de preocupación moral y, al mismo tiempo, como definitiva autoridad moral.”

 

CHILE. Santiago. The army celebrates the 10th anniversary of General Augusto PINOCHET’s Coup d’Etat with a parade inside a barrack. 1983.

 

“Como dice Milgram, la persona subordinada siente orgullo o vergüenza, dependiendo de lo bien que haya realizado las acciones exigidas por la autoridad… El superego pasa de una evaluación de la bondad o la maldad de los actos a una valoración de lo bien o mal que uno funciona dentro del sistema de autoridad”

 

“Gracias al honor, la disciplina sustituye a la responsabilidad moral”

 

Este último punto nos lleva al sistema de premios y castigos dentro de estas organizaciones, orientado a reforzar la sensación de obligación mutua (“no puedo fallarles”, «pero cómo nos haces esto»), así como a incrementar la noción de ganancia con la permanencia frente al precio, cada vez mayor “de abandonar”. En esta construcción burocrática de lealtades organizativas deshumanizadoras, juega un papel determinante lo que la maestra Dolores Juliano ha denominado como la manipulación de los “criterios de credibilidad”, el monopolio de la veracidad como atributo del poder. En el relato de una de las víctimas de abuso de los EEUU en el que contaba cómo el sacerdote pederasta le repetía insistentemente quién habría de creer su testimonio frente a la palabra de un elegido de Dios, encontramos descarnadamente este uso. Este mismo patrón se repite una y otra vez en los testimonios de robos de bebés en España.

IRAN: TEHRAN January 1979.
After a pro Shah demonstration at the Amjadiyeh Stadium, a woman believed to be pro Shah supporter is lynched by a Revolutionary mob.

Por ello, por la relevancia que tiene para nuestro presente la línea de investigación que Bauman bautizó como la “producción social de la indiferencia moral y la invisibilidad” así como el análisis de las tecnologías de la segregación y la separación, me parece importante plantear:

 

  • ¿cómo resituamos el peso de la responsabilidad personal de palabras y actos para no excluir el carácter ético de los mismos?, ¿cómo aumentamos el nivel de consciencia del resultado final de discurso y acción en mitad del aluvión de estímulos que ejercen presión en sentido contrario?

 

  • ¿cómo abordamos el hecho (sí, otra vez, aquí estamos) en palabras de Bauman de que “la crueldad tiene escasa conexión con las características personales de los que la perpetran y sí tiene una fuerte conexión con la relación de autoridad y subordinación, con nuestra normal y cotidiana estructura de poder y obediencia”?

 

  • Insistiendo en la protección del pluralismo como el único freno conocido de emergencia, ¿cómo llevamos nuestra política pública a la “esencial responsabilidad humana por el Otro”?

Violencia sexual y duelos de país

(Homenaje a las mujeres coreanas violadas por soldados del ejército japonés, Reuters)

 

Quería la casualidad que la sentencia por la violación grupal de “La Manada” me encontrase reflexionando sobre la transmisión transgeneracional del trauma cultural gracias al recién editado en español “Psicología de las sociedades en conflicto. Psicoanálisis, relaciones internacionales y diplomacia” de Vamik D. Volkan.

Junto a todo lo escrito en esta semana de ruptura de velos, especialmente en relación al sistema de justicia, no dejaba de desasosegarme el hecho de que dos de los violadores formasen parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, llevando a cuestionarme qué tipo de pruebas psicológicas se están realizando en los procesos de acceso a los mismos y cómo dichas pruebas están mostrando puntos ciegos respecto a la detección de la cultura de la violación, qué modelo de masculinidad se ve reforzada y glorificada en su seno y de qué modo el mandato de remilitarización de las identidades masculinas a la que estamos asistiendo a nivel internacional ha aterrizado ya en sus formas extremas (o irresponsables) en la cotidianidad española. En la resonancia en mi propio cuerpo con la que he asistido, junto al resto de mujeres españolas, a esta sentencia, se actualizaba en mí también el duelo y la memoria no resuelta en relación a la violencia sexual y las violaciones grupales del siglo XX en nuestro país sobre cuyo silencio (junto al del continente europeo), convertido en grito ahora, se edificó la Transición y democracia española.

 

 

Al hilo de todo ello nacían en mí algunas preguntas:

 

  • El sesgo de género sobre los procesos memoriales que se han afrontado en España y la integración en nuestro relato de país de los aspectos sexuales de la violencia de nuestro siglo XX.

 

  • Siguiendo la terminología de Volkan relativa a los “traumas y glorias designados” sobre los que se edifican las identidades colectivas, las identidades de país, ¿cuándo el dolor de las mujeres pasa a ser “dolor de Estado”?, ¿de qué modo la monumentalidad conmemorativa, la designación de fechas memoriales, la ritualidad colectiva del duelo está siendo sensible al género y es capaz de construir país, conjugar el plural “universalizable” alrededor de lo acontecido a las mujeres?

Escribo esta breve entrada de preguntas por responder, consciente de que en nuestro presente, por fuerza, necesitamos transformar al servicio del futuro el dolor de todas.

(Imágenes pertenecientes al colectivo Actoras de Cambio, visibilizando las violaciones a mujeres mayas durante el conflicto armado en Guatemala)

 

 

Culturas de impunidad y silencio: de la violencia sexual en conflictos armados y escenarios de postguerra

Hace unos días, gracias a una de mis maestras, Gemma Carbó, conocí el proyecto colombiano de las Tejedoras de Mampuján, que fue Premio Nacional de Paz en el año 2015. A través del bordado, diferentes colectividades de mujeres en el país están ejerciendo “el arte de contar lo vivido sin que nos haga más daño”, preservando así, en comunidad y relación, la memoria y narrando las consecuencias del desplazamiento.

Coincidía este descubrimiento personal con la celebración por segundo año del Día Internacional para la eliminación de la violencia sexual en conflictos armados (19 de junio #EndRapeInWar)  que nos recordó que en Colombia la construcción de paz internacional ha dado un pequeño paso adelante (qué fatigosamente lento es todo lo importante) consiguiendo que en los Acuerdos de Paz se haya excluído la amnistía para la violencia sexual. Como recordaban ese mismo día en declaración conjunta Phumzile Mlambo-Ngcuka y Zainab Hawa Bangura, no podemos olvidar que:

“Con demasiada frecuencia, las supervivientes de violencia sexual en conflictos sufren con vergüenza en silencio. Pueden ser estigmatizadas, aisladas y marginadas en sus comunidades, lo que se traduce en pobreza y miseria.”

Ante este proceso memorial volví a sentir lo mismo que al leer el monumento a la escucha del pueblo de la antigua URSS que es toda la obra de la Premio Nobel Svetlana Aleksievich, la resonancia con el dolor oculto de las generaciones de mujeres españolas a las que nuestro país no brindó la oportunidad de verbalizar o elaborar el trauma, perpetuando también con la llegada de la democracia, la cultura de la impunidad y el silencio. No hablo sólo de los ejemplos más conocidos (como el gran mandato social de violación en la voz de Queipo de Llano, nunca deslegitimado o respondido institucionalmente) sino de la “vivencia intrahistórica” de la violencia sexual hacia las mujeres en nuestro país durante la guerra civil y la dictadura.

Hace unos años, trabajando con mujeres en un proyecto de recuperación de la memoria histórica local en un pueblo de Castilla y León, pude vivir el peso de lo “no dicho” y los pactos de silencio impuestos a las mujeres cuando nos acercábamos “a esas cosas de las que no se habla”. Ante algunos hilos que habían “hablado de más” e “ido demasiado lejos” (alguien que se atrevió a verbalizar las violaciones sistemáticas a las criadas pobres, otro pequeño hilo “si el torno de las monjas hablara” sobre el abandono de bebés fruto de violaciones, el aislamiento a que sometían las «personas de bien” a las “muchachas que habían caído en desgracia”) , se sucedían las miradas cómplices en el grupo, la orden no expresada de callarse inmediatamente y la rapidez en cambiar de conversación y quitarle importancia,siempre en otro pueblo, siempre eso les habían contado.

Si, como ha afirmado en alguna ocasión Jorge Alemán, la grave virulencia mediática con la que han respondido los grupos empresariales de comunicación en nuestro país ante la irrupción de nuevas propuestas políticas, no puede entenderse sin pararnos a observar el peso de lo que quedó reprimido en nuestra transición y que se creía enterrado para siempre (a saber –aunque hay más- ser el segundo país detrás de Camboya en número de fosas comunes sin identificar, el expolio de propiedades por parte de la iglesia y la institucionalización de las inmatriculaciones, la negación de nuestra realidad y violencia colonial, la falta de perspectiva de género sobre la guerra civil y la posguerra y la investigación exhaustiva sobre la violencia sexual, el silencio y complicidad política ante el robo de bebés en España), ¿qué propuestas culturales hemos articulado como país para integrar todo este dolor excluido y ausente de nuestro relato histórico?

Si ya se van abriendo paso con fuerza los estudios relativos al trauma cultural y su transmisión generacional, en el que juegan un papel importante los “silencios y secretos de país”, ¿qué ecos de la experiencia vivida en la generación de nuestras abuelas y madres seguirán resonando, por ejemplo, respecto a las consecuencias de la participación pública de las mujeres o la confianza real en las instituciones y la justicia? (En muchos relatos de memoria relativos a los casos de bebés robados, por ejemplo, fueron precisamente las abuelas o bisabuelas de esos niños las que, desconfiadas, exigieron a los médicos “poderse fotografiar al menos con el cuerpecito muerto del bebé”)

Ante las recientes creaciones culturales que han puesto el foco sobre la violencia sexual en los conflictos bélicos (la irrepetible Las tortugas también vuelan, el reciente Under the Shadow o La guerra contra las mujeres de Hernán Zin, que culmina con la canción de Bebe para escuchar su letra despacio “César debe morir”) siempre me planteo cómo podríamos dignificar desde el presente el dolor vivido por las mujeres españolas, sin acomodarnos en la proyección salvífica de que “esto ha pasado y pasa en otros sitios”. Nos enfrentamos, como herederas, a uno de los grandes silencios de país, apenas susurrado en las cocinas, compartido con vecinas que lo callaron por igual y enterrado en la cripta del “mejor no remover” del amor de nuestras madres.