(Todas las imágenes obra y propiedad del artista Kehinde Wiley)
La semana pasada me sorprendía en los periódicos la simultaneidad de dos debates relacionados con el silenciamiento de la voz pública tanto de minorías como del disenso político y la legitimidad de los mismos en la esfera pública. Mientras las organizaciones en defensa de los derechos de las personas con discapacidad se concentraban frente al Tribunal Constitucional en la campaña Mi Voto Cuenta por el derecho al voto (y a la voz) de las más de 100.000 personas que no pueden ejercerlo debido a sentencias que modifican su capacidad legal y denunciando una vez más los déficits democráticos por los cuales en nuestro país siguen sin poder acceder a la información y al proceso electoral en igualdad de condiciones, asistíamos por otra parte y ante la actualidad congresual de los partidos políticos españoles a una creciente y generalizada banalización de la persecución del disenso y los procesos a través de los cuales se produce y construye el silenciamiento político. El tono risueño y burlón con el que han aparecido en nuestros medios las “purgas”, los “paseos militares” o una combinatoria similar del simbolismo de la dominación ante la presencia del adversario político debería alertarnos al recordar la definición a la que apelaba Kate Millet para hablar de los derechos políticos de las minorías: “un grupo minoritario es cualquier grupo de personas que, por causa de sus características físicas o culturales, se halla sometido a discriminación respecto a los demás miembros de la sociedad en la que vive, recibiendo de ésta un trato diferente e injusto”.
Se unían de pronto para mí estas dos noticias, aparentemente alejadas entre sí, apuntando a una misma problemática bajo la pregunta ¿quiénes tienen derecho a hablar políticamente y quién otorga ese derecho? o como ya se cuestionó Gayatri Spivak, ¿puede hablar el sujeto subalterno?, ¿cómo medimos lo que queda al margen del discurso público, “el centro silencioso o silenciado de un circuito marcado por la violencia epistémica”? Se unían también estas dos manifestaciones del derecho a la voz política en relación a la similitud de argumentos que suelen utilizarse para sofocarla y que se repiten en la señalética de la palabra minoritaria: la argumentación relativa a la inferioridad en criterios de inteligencia, la incontrolable naturaleza emocional e infantilización, así como la construcción discursiva de una irrefrenable tendencia al engaño.
En el análisis valiente y pormenorizado que realizó Judith Butler sobre la construcción del descrédito de la voz política y el disenso recogido en Vida precaria: el poder del duelo y la violencia se remarcaban tres focos clave a la hora de comprender los procesos de silenciamiento político:
- No puede entenderse la esfera pública sin prestar atención al hecho de que la misma se construye en base a lo que no puede ser dicho y lo que no puede ser mostrado. Como cita la propia Butler: “Los límites de lo decible, los límites de lo que puede aparecer, circunscriben el campo en el que funciona el discurso político y en el que ciertos tipos de sujetos aparecen como actores viables”. Como también señalaba Spivak, “el discurso mismo produce violencia por medio de la omisión” siendo las elipsis, lo que no se nombra, lo que no se ve la auténtica medida del ejercicio del poder entendido como dominación.
- Hay que tener en cuenta que todo proceso de dominación va acompañado (precedido) de un proceso de descrédito de la voz pública, de una paulatina deslegitimación de la palabra y la valoración de la misma como comentario político. En el análisis pormenorizado que realiza Butler respecto a la utilización de la acusación de antisemitismo que sofoca las críticas a determinadas actuaciones políticas del Estado de Israel, señala: “el disenso queda en parte ahogado por medio de la amenaza del sujeto que habla con una identidad inhabitable. Precisamente por no querer perder el estatus de ser hablante, uno no dice lo que piensa.”
- Se van abriendo paso así las pautas comunes que se repiten en los procesos de arrinconamiento y silencio progresivo de determinadas opiniones políticas y minorías: a través de la acusación repetida de deslealtad a la identidad grupal se provoca la construcción del recelo y la vigilancia, el acoso y la persecución visual en primera instancia, para avanzar en una progresiva deshumanización del otro, la insensibilidad frente a la concreción de su sufrimiento, especificidad o duelo. En esta búsqueda de identificaciones “insoportables y estigmatizadas con las que la mayoría de la gente quiere evitar ser identificada” lo que realmente se está construyendo es la legitimidad de lo que puede y no puede ser pronunciado en voz alta en la esfera pública, “amenazas que, al establecer los límites de lo decible, deciden los límites definitorios de la esfera pública”
Alrededor de estos tres ejes en los que se desgrana tanto la importancia de narrarse como el derecho estratégico a acceder a la propia narración (“If we don´t tell our story the wrong people will”, Khaled Beydoun) se evidencia el papel que juega la obediencia a la oficialidad de los relatos grupales como elemento central de los procesos tanto de exclusión social como de dominación, alertándonos de que todo retroceso democrático inicia su alerta en las palabras. Por eso, ante el progresivo avance de las prácticas políticas del silencio convendría llevar al centro no tanto lo que se está diciendo como la pregunta: ¿qué no está permitido decirse? para, como nos anima Judith Butler: “crear un sentido de lo público en el que las voces opositoras no sean intimidadas, degradadas o despreciadas, sino valoradas como impulsoras de una democracia más sensible”.