#GCultural2016: La cultura como servicio público

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Ayer se celebró la Cuarta Mesa del I Congreso Online de Gestión Cultural, “La gestión cultural desde las bases” que reunió experiencias y reflexiones sobre cultura y territorio desde Argentina, Bolivia, México, Perú y Uruguay.

Junto al reconocimiento de un escenario y problemática común (¿cuál es el papel de los partenariados en la gestión cultural?; ¿cómo gestionamos y desde dónde la colaboración con instituciones público-privadas?; ante la creciente disminución de financiación pública, ¿qué papel juega la financiación privada?, ¿qué peso tiene el financiador/patrocinador sobre el diseño último de los programas?; el desequilibrio en tamaño y poder de los agentes implicados en un mismo proyecto cultural, ¿afecta al trabajo en red?…), me pareció especialmente interesante el debate que se abrió paso sobre autogestión y sustentabilidad de los proyectos culturales.

Al hilo de una reflexión por parte de Centros MEC, “cuando hay un tejido sólido de instituciones, hay mejores procesos en el territorio”, me vino a la cabeza un artículo de Eduard Miralles que ya desde el título es una declaración de intenciones: “Hermanos, ¿cuándo fue que se comenzó a joder aquello de entender la cultura como servicio público en España?”

Desde mi propio trabajo en cultura y territorio a veces constato que trabajamos por proyectos temporales y en estructuras laborales desprotegidas o apenas sustentables, no tanto por elección, sino por la falta de implantación institucional de políticas culturales con visión a medio y largo plazo, que nos permitan de alguna manera, y como sector profesional, salir de las intervenciones puntuales o de programaciones aisladas que no terminan de garantizar con la suficiente fuerza el ejercicio de los derechos culturales de la ciudadanía.

Me consta que es un leitmotiv personal, pero considero que si colectivamente hemos logrado el reconocimiento de los derechos culturales como derechos humanos es nuestra obligación alentar, presionar, incidir, inspirar…para que este paradigma sea el que rija las políticas culturales de cada uno de nuestros países. Desde mi punto de vista, como profesionales de la cultura, no sólo deberíamos conformarnos con una visión post-política y aséptica de la gestión cultural, papel que le resulta tan cómodo y que puede reforzar tanto a nuestro pesar, el actual sistema de desigualdad estructural, sino como tantas veces  repetimos ayer (trabajamos con un horizonte de autonomía en nuestras comunidades, la cultura genera afectos, la cultura es identidad…), sabernos defensores y defensoras de uno de los ejes clave de los derechos humanos, especialmente ahora, cuando la violencia económica, especialmente en su faceta extractiva, está ejerciendo una presión sin precedentes sobre las formas de relación entre identidades culturales y modos de relación y protección del territorio. Cambiar el paradigma de la gestión falsamente desideologizada (la no ideología es ideología dominante) a favor de la exigencia y el ejercicio de nuestros derechos culturales como ciudadanía. Desde España, sólo puedo mirar con envidia y afán de esponja, los programas de cultura-país que están desarrollando bajo este prisma, aunque desde diferentes perspectivas, países como Bolivia, Chile o Colombia.

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Yo también me pregunto, con Eduard Miralles, en qué momento quedaron “anticuados” Jon Hawkes con su convencimiento de que la cultura es el cuarto pilar del Estado del Bienestar o Amartya Sen que desnudó aquel concepto de desarrollo que no tenía en cuenta a la cultura.

Me pregunto en qué momento el sector cultural de mi país y su sociedad civil (que poco o nada han mostrado en las calles, marea que nos falta, su descontento ante la ferocidad de los recortes culturales y el desmantelamiento de la cultura como servicio público), me pregunto, decía, cuándo el sector cultural y nuestra sociedad civil han dejado de considerar que la falta de integración de la formación artística en nuestro sistema educativo general, la insuficiente red de bibliotecas públicas, los bajos índices de lectura, el vacío legal competencial de la Administración Local en materia de cultura, la privatización de la gestión de los equipamientos culturales públicos, así como la creciente externalización de servicios culturales y proliferación de opacas fundaciones ajenas a todo control público y criterio de transparencia, han dejado de ser demandas importantes de nuestro sector profesional.

Se hace evidente que la atomización del sector y su dura pelea cotidiana por la sustentabilidad económica de los proyectos, nos han influido a la hora de constituirnos como un agente social con más fuerza para negociar de modo colectivo precisamente las condiciones en las que se ejerce nuestro trabajo y que dependen directamente de esas mismas políticas culturales sin visión a medio y largo plazo de las que necesitamos cambiar el paradigma.