De los debates sobre humanismo global

(Ilustraciones de Miguel Ángel Ávila Lombana)

 

 

“Todo el mundo es extranjero para alguna otra tradición o identidad adyacente a la propia.”

Edward Said

 

“Lo que los seres humanos tienen en común no es la racionalidad,

sino el hecho ontológico de su mortalidad; no es su capacidad de razonar,

sino su vulnerabilidad al sufrimiento.”

Bonnie Honig

 

En el inicio de esta década, allá por mayo del 2010, la UNESCO se propuso abrir un nuevo debate mundial que, partiendo de la escalada de las prácticas de deshumanización concretas en todo el globo, se plantease qué significaría impulsar un nuevo humanismo para el siglo XXI. A partir de la pregunta central ¿qué significa el hecho de vivir con dignidad la vida humana? y asumiendo tanto la crisis de “lo universal” como su pasado sangriento, impelida por los nuevos escenarios de privatización de la seguridad, las nuevas políticas de vigilancia y la creación de facto de un planeta de refugiados, los debates acaecidos allá por el 2010 se plantearon:

  • ¿cómo podríamos pensar colectivamente un nuevo humanismo post-colonial?, ¿qué significaría dialogar con la diversidad internacional de tradiciones humanistas con el fin de construir un humanismo intercultural para la ciudadanía global?
  • ¿qué supondría avanzar en este humanismo global en su dimensión práctica?, ¿qué compromisos concretos adquiriría respecto a la protección de la vida digna en todas las partes del globo?
  • ¿cómo incorporaríamos a este debate mundial la necesidad de desmontar la distinción tajante entre hombre y naturaleza de sesgo eurocéntrico?, ¿cómo podría ayudarnos este humanismo global a caminar hacia la protección de las generaciones venideras?
  • ¿cómo se definiría y construiría la pertenencia, el sentido de pertenencia desde este humanismo global?

Teniendo en cuenta que este marco de diálogo se ha visto desbordado en los últimos años y dentro de la UNESCO ha virado hacia programas de urgencia relativos a la prevención y actuación ante el auge del discurso del odio y los nuevos procesos de extremismo  y fundamentalismo violento, quería tomar de la mano por un momento (afortunada yo) a Edward Said que dedicó los últimos esfuerzos de su vida a reflexionar sobre las potencialidades democráticas del humanismo, al menos para cuestionarnos si el carpetazo dado en programas y presupuestos a esta conversación mundial, se ha dado por agotamiento o podría iluminar algunas emergencias del hoy.

Tal y como Said se enfrentó a la cuestión en “Humanismo y crítica democrática: la responsabilidad pública de escritores e intelectuales”:

“El humanismo podría ser un proceso democrático que diera lugar a una mentalidad crítica cada vez más libre (…) Comprender el humanismo en su conjunto, para nosotros, significa comprender que se trata de algo democrático, abierto a todas las clases y trayectorias sociales, y entendido como un proceso de revelación, descubrimiento, autocrítica y liberación. Obtiene su fuerza y relevancia de su carácter democrático, secular y abierto (…) No hay contradicción alguna entre la práctica del humanismo y la práctica de la ciudadanía participativa.”

 

 

Así Said, conjurando los cantos de sirena del siglo XX que promulgaron un retorno a las torres de marfil frente a la irrupción abrupta de las identidades (“la literatura de los esclavos, los pobres y las minorías”) y los imperativos de la realidad socio-económica, situó la supervivencia de la educación humanística precisamente en el escrutinio crítico de toda tergiversación del poder y sus lenguajes así como en la resistencia a los estereotipos, la supervivencia humanística por la vía de la mundanidad. Así, la capacidad de ofrecer alternativas de conocimiento silenciadas o no disponibles en los medios de comunicación, la labor de invalidación y desmantelamiento de representaciones prefabricadas, cosificadas o directamente deshumanizadoras, así como la desmitificación de las múltiples “supremacías” se erigirían como programa clave de acción para el humanismo del siglo XXI:

“Jamás ha habido una ignominiosa injusticia secreta, ni un cruel castigo colectivo, ni un plan de dominación imperialista manifiesto que no pudieran ponerse al descubierto, explicarse o criticarse. Sin duda, todo esto también reside en el corazón de la educación humanística.”

 

“Creo firmemente que el humanismo debe ahondar en los silencios, en el mundo de la memoria, de los grupos nómadas que apenas consiguen sobrevivir, en los lugares de la exclusión y la invisibilidad, en ese tipo de testimonios que no aparecen en los informes.”

 

“No puede haber un verdadero humanismo cuyo alcance se vea limitado a ensalzar patrióticamente las virtudes de nuestra cultura, nuestro idioma y nuestras grandes obras (…) Tal como entiendo hoy día su relevancia, el humanismo no es un modo de consolidar y afirmar lo que “nosotros” siempre hemos sabido y sentido, sino más bien un medio para cuestionar, impugnar y reformular gran parte de lo que se nos presenta como certezas ya mercantilizadas, envasadas, incontrovertibles y acríticamente codificadas.”

 

 

Así frente a las amenazas al humanismo (la construcción dicotómica del nosotros contra ellos, el fervor religioso e identitario, la utilización política de la exclusión, la tergiversación de la memoria, el reduccionismo, el cinismo, la homogeneización) Said nos proponía retomar como punto clave para nuestras agendas políticas, la ciencia de la lectura:

“Sólo los actos de lectura llevados a cabo cada vez con mayor minuciosidad, con mayor atención, con mayor amplitud, con mayor receptividad y resistencia pueden dotar al humanismo del adecuado ejercicio de su esencial valía.”

En un contexto global en el que observamos un rebrote de las “misiones nacionales”, me pregunto si esta apuesta por el humanismo como proceso democrático no podría dotarnos de herramientas (¡inmediatas!) y prácticas para generar cortafuegos ante el avance del discurso del odio, situando en la lectura crítica de todos los lenguajes una línea central de actuación y en la protección de los periodos prolongados de reflexión una vacuna. Me preguntaba por todo ello estos días, tratando de entrever cómo no deslizarnos hacia discursos dicotómicos, protegiendo toda multiplicidad y complejidad o cómo sembrar desde nuestros respectivos compromisos con el conocimiento “campos de coexistencia en lugar de campos de batalla”.