Publicado en Tribuna de Salamanca el 25 de enero de 2016
Leía hace unos días, como en un mosaico simultáneo de prensa, que Dinamarca, Suiza y los estados alemanes de Baviera y el muy rico Baden-Württemberg estaban requisando el dinero y los bienes de los refugiados , que Noruega había expulsado a doscientos de ellos por el Ártico a menos treinta grados bajo cero y que una madre y su hijo de cinco años habían muerto, dos cifras más que sumar a los 3.500 muertos a las puertas de Europa del 2015- de frío en Lesbos.
Desde la fiereza que da la impotencia y con tanto siglo veinte en mi cabeza, “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, “la máquina de deshumanizar funcionó de maravilla, ya sólo existíamos en la indignidad” que nos repetía Steinberg, pedía internamente a las generaciones del futuro, a nuestros niños de cinco y seis años en su adultez aún no construída, que viniesen a pedirnos cuentas, que nos obligaran a morirnos de vergüenza al preguntarnos qué hacíamos y de qué coño hablábamos mientras frente a nosotros y en la complicidad de nuestro silencio se perpetraba un genocidio.
Pensaba después que si la política no sirve para aliviar el dolor, la política no sirve para nada. Me pregunto muchas veces si el dolor social es la simple suma de los dolores individuales o si, por el contrario, se acrecienta ante el abandono, la ceguera institucional y política que llega incluso hasta a negarle existencia y nombre.
Junto a la emergencia que estamos viviendo a los pies de un continente, arden también como pequeños fuegos fatuos millones de tragedias cotidianas, precio que pagan con gusto quienes nos han impuesto un modelo socio-económico criminal. Pues bien, si aún no se han dado cuenta, aquí se sufre, caballeros.
En el ruido de estas semanas de investidura, en los gestos hueros del deleite institucional, en este gustarse tanto en el alarde de inteligencia de todos los medios de todos los portavoces de todos los partidos, la Europa que arde en ganas de desmoronarse en brazos del neofascismo, la Europa que exige el precio de la vida de toda una generación, la Europa asentada sobre el abuso de sus periferias y la Europa que dejó de ser garante a nivel internacional de los derechos humanos, nos exige que como país, periferia y Sur de un continente, estemos a la altura de lo que realmente toca.
El dolor social tiene límites y los traspasamos hace tiempo. ¿Vamos a poner al mismo nivel a quienes defienden una política económica criminal y a quienes se ponen del lado de sus víctimas?, ¿no vamos a hablar en ningún momento sobre modelos de política exterior ni vamos a exigir responsabilidades sobre hacia dónde nos llevó la Gran Coalición en su construcción nefasta de esta Europa?, ¿vamos a obviar que su paz institucional se ha pagado destrozando la vida y las expectativas de una generación precaria que hoy no tiene, entre abusos, desesperanza y dependencia, donde caerse muerta?
Hagan el favor: aquí se sufre, caballeros. Si no se alivia el dolor, la política no cuenta.