Políticas culturales y derechos humanos

 

(Todas las imágenes hacen referencia a la activista por los derechos de los migrantes, Sophie Cruz, que reivindica como hija su derecho a que sus padres no sean deportados, a poder vivir con ellos y a ser feliz.)

 

“Imaginar un futuro más favorable a los derechos y darle cuerpo.”

Andaba a vueltas con el nuevo informe de la relatora especial de la ONU para los derechos culturales, dedicado en exclusiva a las prácticas artísticas y culturales que obedecen a un compromiso social, centradas en la construcción y promoción de los derechos humanos, cuando estallaba en España esta semana horrible para la libertad de expresión y creación (me pilló leyendo “precisamente porque las expresiones culturales y artísticas son poderosas corren peligro de ser atacadas, manipuladas o controladas por quienes tienen el poder o aspiran a él”). Como se invoca repetidamente en esta nueva aportación a la discusión global por parte de la experta en derecho internacional Karima Bennoune, elijo yo también tomar refugio en la capacidad para la creación de nuevos horizontes que reside en la cultura, subrayando algunas ideas que me han parecido interesantes para la consolidación del enfoque de derechos humanos dentro de las políticas culturales, así como, desde mi punto de vista, para abrir o consolidar vías de pensamiento y acción.

  • Mentalidades de exclusión y construcción de la confianza social:

Se viene repitiendo en los trabajos de las relatoras el llamamiento (desesperado) a abordar colectivamente los procesos sociales y culturales de “creación del enemigo”, la búsqueda de la complicidad de creadores y artistas para cortocircuitar la simplificación, la esclerotización de identidades binarias así como para investigar, debatir, avanzar, dialogar sobre la construcción de pertenencia social desde criterios no excluyentes (“eres de los nuestros porque no eres de los suyos”). En la identificación del problema creciente a nivel global respecto a la caída en picado de los niveles de confianza social junto a los niveles de confianza en las instituciones se nos lanza el reto: ¿cómo se construye la confianza social? Mucho más trabajado en escenarios de post-conflicto y justicia transicional, la pregunta resulta retadora también en nuestras democracias de baja intensidad (el Ministerio de la Soledad inglés da buena cuenta de ello): ¿qué políticas están destruyendo los vínculos sociales y la confianza en los demás en todo el globo?, ¿qué papel pueden jugar las prácticas artísticas y culturales para reconstruir los lazos rotos?, ¿qué tenemos que hacer para crear confianza, cómo se moviliza políticamente?

 

 

  • Revisión y negociación de las propias identidades culturales:

Los artistas y creadores son agentes privilegiados para la revisión y negociación de las tradiciones, valores, prácticas que constituyen las propias identidades culturales. Es en estos procesos de contraposición en los que se logra intercambiar visiones de futuro y “desnaturalizar” los discursos dominantes. Desde este marco internacional se hace hincapié en “el derecho de los artistas a disentir, a utilizar símbolos políticos, religiosos y económicos como contraposición al discurso de los poderes dominantes y a expresar sus propias creencias y visión del mundo”. En el trabajo desarrollando por la USDAC para la creación de una democracia cultural a través de la socialización y réplica, por ejemplo, de la práctica de los debates ciudadanos sobre el “estado de las personas de la nación” se visibilizan este tipo de acciones enfocadas a la “desarticulación” de las identidades dominantes.

 

  • Trauma colectivo y transmisión intergeneracional:

Viene a través del ámbito anglosajón a anidar en este informe, aunque aún de un modo tibio, la petición de profundizar en la investigación de los procesos de transmisión intergeneracional del trauma colectivo. Sorprende el olvido (por no decir la confusión de genealogías) al que especialmente  la izquierda europea ha sometido las grandes aportaciones realizadas por quienes, siendo inicialmente discípulos (¡DISCÍPULAS!) de Lacan, avanzaron, alejándose de sus posiciones de partida, hacia la investigación tanto psicogenealógica como del peso de las emociones políticas colectivas en la psique individual. Que ante la situación actual europea no estemos releyendo y reivindicando a figuras como María Torok, Françoise Dolto o la muy curtida en la Resistencia Francesa, Anne-Ancelin Schützenberger y toda su obra debería, al menos, sorprendernos. Es, en la actualidad, a través del trabajo con pueblos indígenas, los colectivos de autogestión en salud mental y los procesos de construcción de paz, con sus debates asociados respecto a los límites de los procesos y las actividades artísticas memoriales, los que están llevando al centro del debate social la cuestión: qué peso tienen en nuestras vidas los duelos colectivos, traumas sociales y políticos no resueltos de las generaciones anteriores, qué impacto sobre la identidad colectiva, cómo se transmiten generacionalmente las emociones políticas, cómo se transmite generacionalmente la construcción del enemigo y qué parte de nuestra identidad queda asociada precisamente a la distorsión de ese otro.

 

 

  • Cultura y dignidad humana:

Me resulta inspirador el modo en el que se está abriendo paso el discurso que liga la cultura no sólo con la universalidad de los derechos humanos sino con el reconocimiento de la “dignidad humana”. Situar nuestras políticas culturales en este marco, nos permitiría abordar desde otro ángulo, por ejemplo, tanto los modelos económicos y laborales presentes en los intercambios comerciales culturales nacionales e internacionales y valorar su impacto en términos de respeto a la dignidad humana, como responsabilizarnos también desde las políticas públicas culturales de los crecientes procesos de deshumanización (articulados culturalmente, no crecen en el aire) que presionan a las minorías de todo el globo, con ímpetu creciente en Europa.

 

Compartiendo el reconocimiento de que “las actividades que se realizan en el ámbito del arte y la cultura pueden ayudar considerablemente a crear, desarrollar y preservar unas sociedades en las que se hagan efectivos, cada vez más, todos los derechos humanos”, me quedo con estos cuatro ejes transversales recogidos de soslayo en el informe, dada la urgencia de lo que señalan y el camino colectivo que alimentan.

 

 

 

Educación para la dignidad humana

Cuando en el mes de febrero, Estela Hernández, hija de Jacinta Francisco, tomó la palabra tras 11 años de lucha para que el Estado mexicano reconociese la inocencia de las tres mujeres indígenas encarceladas injustamente durante tres años (entre las que se encontraba su madre) y reparase el daño sufrido, la Fiscalía federal de México no sabía que iba a recibir en minuto y medio una lección de filosofía del derecho sobre el concepto de dignidad. Más allá de la fuerza del “ser una mujer, indígena y pobre no es ninguna vergüenza” y de devolver a la enunciación política la raíz de la exigencia de respeto, su “hasta que la dignidad se haga costumbre” vino a reivindicar también, como ha escrito Antoni Aguiló, que:

los derechos humanos describen narrativas de resistencia y dinámicas de lucha por la dignidad humana: son procesos históricos heterogéneos que congregan experiencias de empoderamiento social y político para transformar realidades opresoras. Desde esta óptica, se inscriben en un marco de posibilidades que impugnan el poder constituido y afirman el poder constituyente desde abajo.”

 

Ya en el año 2009, Amnistía Internacional lanzó su campaña Exige Dignidad tratando de aglutinar en un único valor las múltiples dimensiones recogidas en los derechos humanos, haciendo un gran esfuerzo en la creación de materiales educativos e informativos dirigidos no hacia una educación para la ciudadanía, sino hacia la “educación para la dignidad humana”. En relación a la cultura y la dimensión de los derechos culturales inherentes a dicha dignidad llamaba de nuevo la atención en relación a los aspectos simbólicos y el peso de las cosmovisiones en relación con el significado y garantía del derecho a la vivienda, la alimentación, la relación con la tierra y el entorno natural, la atención médica, la significación de la religión, el acceso a la educación y el peso de las artes. Entroncaba así con la afirmación repetida hasta la extenuación por la relatora de derechos culturales Shaheed acerca de la necesidad de la vernacularización de los derechos humanos.

 

 

Si el deseo de Kant de que los seres humanos fuesen tratados como fines en sí mismos y no como medios suele estar presente en las definiciones de dignidad, las nociones de “lo inherente a todas las personas”, “lo intrínseco de ser humanos” se repiten en toda la literatura al respecto. Sin embargo, desde mi punto de vista la afirmación de que la dignidad no depende de valores externos puede derivar hacia una irresponsabilidad colectiva respecto a la construcción de entornos en los que se garantice y se proteja, evitando que el ejercicio de la misma tenga que convertirse en un acto de heroicidad. Si, como se repite una y otra vez, la vida y la integridad de las personas no pueden ser sustituidas por otro valor social, ¿cuál sería la medida de nuestra responsabilidad en relación a la creación de espacios cosificados e impersonales en los que la irisación de la concreta humanidad del otro desaparece bajo el peso del “ser sólo herramientas”?

De igual manera, si la dignidad humana recogida en diferentes textos constitucionales, incluido el español se articula en base a dos ejes: estar libres de ofensas y humillaciones y la libertad de actuación y para el desarrollo de la personalidad, ¿qué políticas educativas, comunicativas y culturales estamos desarrollando para desplazar de su actual centro la visión utilitarista de los vínculos humanos (por ejemplo, la amistad como networking) hacia un paradigma de lo relacional y social como fin en sí mismo?

Me he quedado dándole vueltas y me he sentado a escribir a raíz de la propuesta de una Educación para la dignidad humana. Nos coloca en otro sitio. Personalmente el cambio de mirada que propone me parece un cortafuegos urgente ante el progresivo avance del neoliberalismo en la explotación comercial tanto de la intimidad como de los cuerpos, sustentada sobre la reducción paulatina de lo que englobamos bajo el paraguas de la dignidad.